La posibilidad de viajar en el tiempo ha sido un sueño explotado por escritores y cineastas desde hace años. Los primeros que recuerdo son el de la ‘reina que vivía en reversa’, en Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll (1871), y La máquina del tiempo, de H. G. Wells (1895). Después, ha habido decenas de cuentos, novelas y películas.
(También le puede interesar: El barrio Santa Fe)
Aunque hay teorías científicas que contemplan esos viajes como algo factible, creo que por un buen rato seguirán siendo un producto exclusivo de la imaginación. Sin embargo, la ciencia nos ha permitido vivir experiencias muy parecidas, confortablemente, desde la casa.
Hace unos días, el presidente de Estados Unidos presentó imágenes capturadas por el telescopio espacial James Webb (JWST). El más poderoso que se haya construido; un milagro tecnológico que está orbitando alrededor del Sol, a un millón y medio de kilómetros de la Tierra.
El telescopio capta con exquisito detalle la luz infrarroja emitida por objetos localizados a distancias de miles de millones de años luz. Eso es muy lejos; pero no solo en distancia, también en tiempo. La velocidad de la luz es finita; en la Tierra no hay que corregir el ligerísimo atraso que se da entre el momento en que sucede un evento y cuando nos llega su imagen. Pero, a esas distancias tan grandes, no estamos viendo la luz que se emite ahora, sino la que se emitió en un pasado muy remoto.
La ciencia nos ha permitido vivir experiencias muy parecidas, confortablemente, desde la casa.
Vemos, entonces, lo que pasaba en objetos celestes hace 13.500 millones de años, en un viaje al pasado más remoto possible. El Huge Bang debió haber sucedido hace unos 13.800 millones de años; después hubo una época de expansión oscura, durante la cual la materia se enfrió, hasta que surgieron los primeros átomos ligeros, que se fusionaron para generar la materia de las estrellas; y entonces, “se hizo la luz”. Esa que estamos viendo asomados a nuestras pantallas.
Días después, los mismos periódicos nos llevaron a otro viaje, también interesante. Reportaron cómo algunos grupos de ‘arqueólogos cognitivos’ (¿alguien pedía nuevas disciplinas?) tratan de descubrir cómo pensaban los neandertales. Para eso reconstruyen la forma como fabricaron unos objetos que no están dedicados a una actividad cotidiana de supervivencia, sino que tienen, exclusivamente, un sentido estético.
Los neandertales no son verdaderos antepasados nuestros (aunque conservamos algunos de sus genes, por apareamientos, tal vez fortuitos, entre las dos especies). Eran humanos de otra especie, y durante mucho tiempo convivimos con ellos en la Tierra hasta que se extinguieron hace unos 28.000 años. Entre los objetos estudiados hay huesos que tienen marcas que sugieren una forma de contar, círculos hechos con estalagmitas y un caracol fosilizado que colorearon con un pigmento mineral rojo, y que debió de haber sido cargado por sus dueños más de 100 km; lo que muestra el valor que le asignaban.
Los investigadores reconstruyeron en detalle la forma como se fabricaron esos objetos y, basados en eso, proponen cómo pensaban. Sugieren que vivían en grupos más pequeños que los nuestros (los de los H. sapiens) y con menos interacciones. No tenían nuestra habilidad para establecer redes, intercambiar objetos y cooperar. Eran hábiles cazando grandes animales, pero, cuando estos se fueron agotando, no pudieron desarrollar la tecnología adecuada para las presas pequeñas. Posiblemente por todo eso se extinguieron, y nosotros no. (Aunque parece que tenemos bastantes culpas en su extinción.)
Viajamos a pasados remotos solo viendo las noticias, guiados por astrónomos y arqueólogos. Hay quienes piensan que todo eso es un divertimento de gente sin oficio; pero, en verdad, es lo que hace grande a esta especie, y lo que le ha permitido superar, siempre, sus nuevos retos.
MOISÉS WASSERMAN@mwassermannl
(Lea todas las columnas Moisés Wasserman en EL TIEMPO, aquí)
” Fuentes www.eltiempo.com ”