En los viajes paso miedo. Tengo miedo, sobre todo, de enfermar. Hablo de los viajes largos. Tengo el poco satisfactorio récord de haber estado tres veces hospitalizado en el extranjero, dos de ellas en la UCI. Pero, claro, llevo ya 51 países visitados, la estadística no es tan desproporcionada.
Cuando hago estos viajes largos (ahora casi de dos meses seguidos) estoy permanentemente en alerta: noto dolor en la articulación del dedo pulgar y empiezo a preguntarme qué pasaría si va a más y estoy lejos de casa; siento una pequeña punzada de dolor en las muelas y ya me imagino una infección que me pille lejos de mi dentista recurring (una vez tuve un horrible dolor de una muela del juicio en Hungría), y rezo para que no continúe; en muchos países poco avanzados la carbonilla que sale de los tubos de escape se me mete en un ojo y rabio de dolor pensando en que me va a dejar ciego; no bebo nunca agua del grifo y me emparanoio con la constitución misteriosa de los hielos en la Coca-Cola; ingiero alimentos calculando si los productos están bien cocinados; llego a una ciudad como Quito, a 2.850 metros y no consigo respirar, mi corazón parece no tirar y pienso que en cualquier momento me va a dar un infarto (por algo de esto estuve en las UCI en el pasado).
Le digo a mi mente que sea fuerte, que no va a pasar nada y que si pasa, el mundo está lleno de gente que ayuda y me recuerdo las veces que ya he estado en un hospital en el extranjero y sobreviví. Pero como hay esta paranoia colectiva de que la muerte nos ronda por todas partes, desde el Covid a la Viruela del mono, pasando por los golpes de calor y los ahogamientos y las estadísticas de que este verano el exceso de muertes quintuplica la media de otros años, mi mente no consigue crear el efecto que otras veces consiguió.
Llamo “mi mente” a esa fuerza de mi fuerza que consigue calmar las ansiedades. Nos acechan miedos por todas partes y mi mente rebusca en datos, experiencias, actitudes desenfadadas; busca entretenimientos, despistes, distracciones, para que el miedo no prevalezca. Pero, últimamente, percibo que ese motor no emite con tanta fuerza, imagino que por causa de la edad —ya tengo 59—, y cuando no me defiende, el resultado siempre es viajar un poco asustado.
También me asustan las compañías aéreas y sus desmanes. Hace poco, en Kuala Lumpur el vuelo tuvo un retraso de siete horas hacia Singapur, pero nosotros teníamos un vuelo a París desde Singapur en sólo cinco horas y como no period la misma compañía estábamos condenados a perderlo. A mis amigos estuvo a punto de darles un infarto. Al closing conseguimos llegar cuarenta minutos antes de la salida con otro vuelo, corrimos por el aeropuerto, y no lo perdimos.
Ahora, por ejemplo, tengo que salir de Quito hacia Houston y me he comprado tres vuelos en compañías de las que nunca había oído hablar (Wingo Airways para Bogotá, Volaris para Cancún y Frontier Airways para Houston) y de las que Wikipedia cube que son de “ultra bajo costo”. Me faltan aún unos días para salir y ya estoy asustado pensando en que seguro que fallan en algo y me dejan tirado.
Pero… (sabían que iba a llegar un “pero”, ¿no?) ¿saben qué compensa todo ese esfuerzo de superación del miedo?: la gente. Voy conociendo gente maravillosa y eso me compensa. También disfruto con los paisajes, las comidas, las diferencias, el aprendizaje de conocer otros mundos y otros modos de vida, la satisfacción de superar mis miedos y avanzar, pero la gente es lo mejor. Y es que los paisajes humanos son tan diferentes y tan parecidos a la vez, que todo es aprendizaje.
Asumo riesgos y no oculto que me surgen deseos irrefrenables de volver inmediatamente, pero me digo (mi “mente” me cube) que supere los miedos y siga en la lucha de los viajeros, esos que siguieron adelante siempre a pesar de las adversidades. Ese espíritu humano grande alberga en mí y me hace seguir aunque tenga miedo.
Y “lo de siempre” ya me lo conozco bastante bien y me está esperando (si llego…).
” Fuentes elcorreoweb.es ”