Como una gran medialuna que asoma en el extremo norte del país, esta provincia atesora una vasta geografía donde se dibujan desde una puna árida que descansa bajo un cielo siempre diáfano hasta un valle repleto de geoformas y colores. Desde un impredecible camino de cornisa hasta los viñedos donde se elabora el mejor torrontes de la región. Es la tierra que abarca todos los climas, que celebra a la Virgen y a la Pachamama, el rincón norteño que agasaja al visitante con los mejores sabores de la comida regional, con el folclore a flor de piel y la aventura al alcance de la mano. Por eso, viajar a Salta ofrece mucho para hacer.
La capital
El primer día en Salta hay que utilizarlo para aclimatarse a la altura: la ciudad se encuentra a 1.200 metros sobre el nivel del mar, y ciertos rincones de la provincia más alto aún, como la puna, que se eleva a 4 mil metros de altura.
La capital salteña, antigua y pintoresca, fue fundada en 1582 y recorrerla es sinónimo de transitar todos esos años de historia. Partiendo desde la plaza 9 de Julio, ubicada en el corazón del casco histórico, se puede visitar la bellísima Catedral Basílica de Salta, construida en 1858. Aquí descansan los restos del common Martín de Güemes, y se albergan las imágenes del Señor y la Virgen del Milagro, patronos locales. Atravesando la plaza está el antiguo Cabildo, que fuera sede del gobierno provincial hasta 1880, y donde hoy funciona el Museo Histórico del Norte. A dos cuadras de allí, en la intersección de Caseros y Córdoba, se puede visitar la Basílica y Convento de San Francisco, un edificio precioso. El tono rojizo de su fachada y el campanario de 54 metros de alto -uno de las más altos de Sudamérica, impiden que pase inadvertido.
De vuelta en la plaza, hay que visitar el MAAM (Museo de Arqueología de Alta Montaña), donde se exhiben las momias de los Niños de Llullaillaco, que fueron encontradas por una expedición de la Natiomal Geographic Society comandada por el explorador y científico estadounidense, physician Johan Reinhard. Las momias, enterradas durante la época dorada del imperio inca, fueron descubiertas en 1999 en la cima del volcán homónimo, a 6700 metros de altura, en muy buen estado de conservación, debido a las bajísimas y extremas temperaturas que se registran en la cima. Por razones de conservación, la Niña del Rayo, El Niño y La Doncella, como fueron bautizadas, se exponen rotativamente.
«Dónde iremos a parar, si se apaga Balderrama”, rezan los versos de este tema compuesto por Manuel Castillo y musicalizado por el Cuchi Leguizamón. En sus inicios, el Boliche de Balderrama period un punto de encuentro de bohemios y trasnochadores. Hoy en día, este native es la peña más tradicional y famosa de la capital salteña. Entre tintos, empanadas, locros, tamales y reveals musicales, se pasan las noches por acá, que pueden extenderse en la calle Balcarce. Por sus peñas desfilan los mejores exponentes de la música que reina en estos pagos, aunque en “La Balcarce” hay para todos los gustos.
El tren y la puna
El recorrido del Tren a las Nubes atraviesa paisajes alucinantes. De los valles y quebradas a la puna profunda. De la ciudad al pueblito de San Antonio de los Cobres, el recorrido de 200 kilómetros por la Ruta 51, se hace ahora a bordo de un vehículo, con paradas fotográficas en puntos panorámicos. El punto cumbre es en los 4.200 metros de altura en el Viaducto La Polvorilla, donde se aborda el tren para cruzar el puente, una obra maestra de la ingeniería del siglo pasado.
Allí, en la estación de San Antonio de los Cobres, un puñado de pobladores ofrece sus artesanías y también hay un breve lapso para darse una vuelta por el pueblo, donde se puede pernoctar.
De cuestas y nevados
La Quebrada de Escoipes -llamada así en honor a una etnia diaguitas- es el preámbulo a la Cuesta del Obispo (foto principal), una de las rutas más hermosas de la Argentina, que serpentea hasta los 3450 metros de altura, donde está La Piedra del Molino. Acá hay una pequeña capilla y una buena panorámica de la Quebrada. Al descender, las curvas se transforman en un camino recto: la recta del Tin Tin, “la más larga del mundo” según dicen por aquí.
Allí aparece el Parque Nacional Los Cardones, donde proliferan estos cactus grandotes y corpulentos, con brazos que se estiran como quien intenta tocar el cielo. Es solo una pequeña muestra de las de 64.117 hectáreas que ocupa el parque en su totalidad, creado en 1996 para proteger esta especie que, vista desde aquí, parece multiplicarse infinitamente.
Después de pasear entre los cardones, la ruta desemboca en la localidad de Payogasta, un caserío mínimo atravesado por la Ruta 40 que cuenta con una interesante bodega boutique para visitar, almorzar y hospedarse: Viñas de Payogasta. Unos kilómetros más adelante está Cachi, un antiguo y pintoresco poblado colonial. Andando por sus callecitas de piedra se pueden apreciar sus casas típicas, en las que se destaca el uso de la madera del cardón y el adobe revestido de blanco para su construcción.
Alrededor de la plaza central se encuentran la Iglesia de Cachi, Monumento Histórico Nacional, y el Museo Pío Pablo Díaz, que conserva piezas de la cultura aborigen. Desde el pueblo se puede disfrutar de la inmensidad del Nevado de Cachi, que se eleva, imponente, a 6.380 metros, un desafío irresistible para los montañistas, que se puede escalar por rutas diversas. Accediendo por el sendero de las Pailas, se pueden ver las diferentes cimas y así elegir la cumbre más deseada.
La cuna del torrontés
El vino, por estas tierras, es tan antiguo como sus monumentos. El cultivo de la vid fue traído por los jesuitas en el siglo XVIII, quienes concentraron sus plantaciones en Cafayate, en la región de los Valles Calchaquíes. Y es aquí que ha prosperado la variedad torrontés, alcanzando un prestigio que identifica a este blanco como el mejor del país, desparramando su fama por todo el mundo. Tal es así que dio lugar a la creación del Museo de la Vid y el Vino, un moderno edificio que cuenta con dos salas para disfrutar de “estímulos visuales, sonoros e interactivos”. También es posible visitar las bodegas locales, donde se puede conocer el proceso de elaboración y degustar al pie del barril. Porque, como dicen por aquí, «Quien vino a Cafayate y no tomó vino, no vino».
Desde la capital hay que recorrer 183 kilómetros por la ruta 68 para llegar hasta acá. Como es un camino de montaña, que sube de a poco y serpenteando a la vera del río Las Conchas, el viaje se hace largo, pero también porque esta ruta es una de las más bellas de toda la geografía argentina. Sobre todo a partir de la entrada en la Quebrada de las Conchas, que sorprende con sus colores y geoformas talladas por la erosión. Accidentes geográficos de formas inverosímiles que invitan y obligan a parar una y otra vez como El Fraile y El Sapo, Las Ventanas y Los Castillos, la Yesera y el Obelisco, El Anfiteatro o La Garganta del Diablo entre otras geoformas de coloration rojo ladrillo que hacen de este paisaje un lugar único del norte argentino.
” Fuentes conocedores.com ”