Geografía: “¿Cuándo fue que empezamos a querer ser otros?”
El primer lugar al que Adamuz nos lleva es a la reproducción de un mapa invertido de América del Sur, una postal in media res en la que el sur geográfico –Ushuaia, Argentina– es el norte del autor, porque el viaje empieza al revés.
Que esta imagen del artista Joaquín Torres García y no una letra marque el principio de la historia no es informal. Una vida posible es exactamente esto: nada es como uno espera porque nada tiene un inicio ni un remaining.
Las coordenadas son cuatro y concisas. Una línea recta trazará el rumbo (el objetivo es alcanzar el fin del mundo en Ushuaia, Argentina, desde Ciudad de México). Una mentira tranquilizará a los que se quedan (la fecha de regreso no se cumplirá). Una compañera aliada será el vapor que supone el amor en un trayecto (su nombre es Cris). Y un paquete de libros en la espalda se convertirá en el barómetro de ida y vuelta (Los pasos perdidos de Carpentier, una vieja edición de Rayuela de Julio Cortázar, Naufragios de Cabeza de Vaca y En la Patagonia de Bruce Chatwin son los títulos de la partida).
Después pasará lo de siempre: el viaje hace al viajero y no al revés, porque la primera urgencia de un viaje, cree Adamuz, es romper la dirección. Para abaratar los costes, el protagonista aterriza primero en Costa Rica pensando que ya llegará a México “de alguna manera”. Un desvío que dura casi medio año y en el que Adamuz se atropella con el oficio del periodismo (“¿en qué momento decidí que una grabadora sería algo útil en el viaje?”, reflexiona).
La cartografía que transita Una vida posible es interna y externa, además de fragmentada. A medida que el viaje físico avanza en vertical, un trayecto en paralelo sigue el camino en horizontal, convirtiendo el materials leído por el autor en un territorio más.
Lectura: “Cada vida tiene su propio huso horario”
Adamuz guarda libros en la mochila, intercambia otros en el camino. Ojea los que no puede llevarse en librerías, lugares que él mismo describe como lo más parecido a un hogar. Busca pistas, revelaciones, anota citas. Se alía con lo que considera son sus “oráculos”. “Entrar en una librería y dejar que los libros nos encuentren es una forma de exponerse al destino”, explica en el texto.
Con todo, pone de manifiesto una biblioteca temporal que alterna la crónica private con el relato ajeno. Así, mientras describe la sensación de orfandad que le entregan las fronteras terrestres o el cosquilleo que le produce ver la cordillera andina retorciéndose como el remaining de la cola de un monstruo mitológico, Adamuz es capaz de imaginar a Darwin durante los primeros días a bordo del Beagle, mareado, leyendo entre vómitos en su hamaca, o a Julio Cortázar predestinado geográficamente (“Buenos Aires quería ser París y Julio Cortázar soñaba con ir a Europa”, describe).
En la narración, la cronología salta como si patináramos por una carretera sin asfalto, atrapando con frenesí. Al fin y al cabo, a Adamuz lo que le incumbe es lo que un amigo editor le dijo a Daniel Mendelsohn, y así lo expresa en el texto, “no es el hecho lo que importa, es el relato”.
En Una vida posible todo tiene lugar: cartas, diálogos, prosa y diarios personales y ajenos. Acercarse a las playas costarricenses de Montezuma, por ejemplo, es espiar literariamente a Nils Olof Wessberg y Karen Mogensen buscando su propia “vida posible” en el lugar en 1954; o inquietarse ante un grupo de cambistas en la frontera nicaragüense sirve para usar de recurso una carta de Keats de 1817 con la que sobrepasar la incertidumbre del desplazamiento.
Oficio: “La escritura es un proceso de descomposición”
Adamuz comienza a anotar lo que ocurre durante el viaje. Aclara que sus cuadernos no son las Moleskine que Chatwin llevaba consigo, sino “unas libretas baratas, con distintos diseños en la cubierta, de tamaño bolsillo, compradas en ruta, en las más diversas y estrafalarias papelerías”. También escribe en el portátil, en autobuses, en conserjerías de hoteles. Mientras lo hace, hurga en las razones por las que Oliver Sacks, Andrés Neuman o Edgar Chavajoy mantuvieron vivo el ejercicio de la escritura de diarios. “Para que todo esto no dependa del capricho de la memoria, para que el viaje no se pierda, para que yo no me pierda”, escribe en Caracas.
No es hasta que llega a Ometepe y recorre la isla nicaragüense en motocicleta que el azar le presenta una pancarta: «El Oasis de paz no se vende», esta clama. Así es como descubre la protesta organizada contra la construcción del Gran Canal Interoceánico, un proyecto que pone en peligro a los pueblos indígenas de la zona y que, empujado por el periodista Javier Brandoli, acaba investigando y convirtiendo en su primera crónica. Aunque la historia no se llega a publicar, el viaje ya ha marcado un rumbo felizmente irremediable. “Quiero volver siendo un escritor”, confiesa en un momento, cuando ya no le tiene miedo al vacío. Y bien que lo hace.
Memoria: “Los viajes son instantes que jamás podremos atrapar del todo”
Una vida posible es el resultado de años de escritura y lectura –“¿cuántos libros hacen falta para construir otro libro?”, reflexiona Adamuz–, pero también la labor de un pensamiento archivista que hace de la memoria –y del olvido– una forma literaria.
Para construir este libro, el autor ha usado quince cuadernos de viaje, un disco duro repleto de fotografías, libros subrayados y un tiempo incontable en Google Avenue View. Un mural donde el viaje respira diseccionado: partir es querer ser otro, despreciar las distancias, ensuciarse en el camino, ser poetas, vivir para dejar pasado, tener familias prestadas y, lo más importante, conseguir volver a casa.
Adamuz lo logra casi dos años después, el 14 de junio de 2016, un martes al igual que el día en que todo empezó, “como si partir y volver fueran la misma cosa”, cube. Pero sabe que nunca lo es porque inclusive el regreso sigue empujado por una búsqueda de cuestión identitaria. Por ello, dedica un capítulo entero a sus múltiples significados: volver es dar vuelta o vueltas a algo; ir al lugar de donde se partió; girar la cabeza, el torso, o todo el cuerpo, para mirar lo que estaba a la espalda; dejar la puerta entornada. “Hay que tener a mano siempre el pasado”, sigue, “poder echarle un vistazo, ver de dónde venimos, cómo es que pudimos llegar hasta aquí”.
Es así, mirando hacia atrás como bien hace este libro, con las gracias puestas a los que pasaron antes, que el viaje abandona el acto de urgencia y deviene en lo que realmente es: una guía intrínseca. Adamuz nos la entrega impecable, con inteligencia fina, emoción íntima.
” Fuentes viajes.nationalgeographic.com.es ”