En sus escalinatas nos topamos con una intervención artística pintada por un artista caleño, mientras descubrimos, a partir de las guacamayas doradas (ave endémica de la Sierra Nevada) que acompañan la obra, algo que al siguiente día se afianzaría en el tour Taironaka: la sierra es uno de los mejores lugares para el avistamiento de aves a nivel internacional.
El salón principal de eventos, Tayrona, destaca por su vista al mar, siendo posible amalgamarse con un área de convención más pequeña, en tanto que otras salas de negocios poseen la misma bondad, además de sus dos salas de reuniones independientes. Todas llaman mi atención por estar nombradas según las tribus endémicas de la zona.
Después del elevador, este recorrido culmina en el espacio más codiciado: la suite con vista al mar para disfrutar de atardeceres bucólicos (si bien solo las suites cuentan con vistas frontales, todas las habitaciones poseen vista al mar por la disposición del edificio).
Así pues, una de las 168 habitaciones del resort, la tan anhelada suite, fue mi hogar por tres noches, y digo mi hogar porque así lo he sentido desde el preciso instante en que sus vastos argumentos hospitalarios me conquistaron.
La yuxtaposición de madera con colores crudos, su hidromasaje, la ducha con vistas al atardecer, el balcón y una cama king de ensueño, hicieron que tanto trabajar allí, como descubrir las novedades de Netflix y, en especial, descansar, sea todo un recuerdo memorable (y una excusa para volver).
Mientras que la suite con vistas frontal será un objeto de deseo para las parejas, la Suite Junior es una alternativa definitiva para familias con niños, por su amplitud y por sus habitaciones conectadas.
” Fuentes www.traveler.es ”