Siempre se ha dicho, y con mucha razón, que los libros permiten viajar a aquellos que se adentran en sus páginas y sin tan siquiera moverse del sitio. Los viajes, con todo, pueden ser muy distintos: se pueden visitar lugares que existen en el mapa geográfico actual, pero también ciudades o pueblos que fueron reales hace muchos siglos y cuyo rastro perecería si no fuera por la literatura. Y también los hay territorios recónditos, escondidos en la propia imaginación de los autores que los crearon y a los que, por suerte, se llega a través del pasaporte de las páginas de sus libros.
Es por esta razón que para este Sant Jordi Última Hora ha preguntado a veintitrés escritores de la Isla los lugares a los que querrían viajar o a los que recomendarían acudir sin movernos del lugar en el que solemos leer: a través de la literatura.
Algunos, como Antònia Vicens, proponen un trayecto próximo geográficamente, pero muy lejano en el tiempo como es la cueva de Ramon Llull en Randa, donde pasaría unos días «lejos de todos los ruidos del mundo». Un poco más al sur nos mueve Sebastià Portell, presidente de la Associació d’Escriptors en Llengua Catalana (AELC) que llegaría hasta la Santanyí de Antoni Vidal Ferrando, Blai Bonet, Bernat Vidal i Tomàs y, curiosamente, la propia Antònia Vicens, quienes a través de sus plumas han convertido este pueblo de la Isla en «uno de los polos de la literatura mallorquina del siglo XX».
Por su parte, Helena Tur iría un poco más lejos, aunque sin salir del archipiélago: a su Eivissa natal de la mano de Vicente Valero y sus obras Las transiciones y Enfermos antiguos. Y damos un salto de realidad para pasar de lo que ha existido, pero ya no existe a aquello que solo existe en la imaginación de sus creadores como Fosclluc, el pueblo ficticio mallorquín de Carme Riera «rodeado de un bosque en el que pasan muchas cosas» y donde ambientará su próxima novela; o también la imaginaria Illa Flaubert que escribió Miquel Àngel Riera en su novela homónima y a la que iría, sin dudarlo demasiado, el autor mallorquín Pere Joan Martorell acompañado de «familia, algunos amigos y mi biblioteca para leer y escribir un poco».
Fuera de nuestras fronteras, ya sean intelectuales o territoriales, nos aguarda un mundo entero. Por un lado, el Londres de John Le Carré atrae la atención de Joan Riera, que haría las veces de guía turístico por las calles de Chelsea, el cementerio de Highgate, la estación de Paddington o el Hyde Park en busca del espía George Smiley. Otro destino real, aunque restringido a las páginas de los libros, es el París de Hemingway, Cortázar o Maugham al que querría acompañarnos la escritora Laura Gost.
Un pelín más oriental es el destino de Miquel López Crespí, la Venecia de Thomas Mann en la que la muerte campa a sus anchas y, justo en el mismo país, pero más cerca de su corazón romano, nos llevaría Guillem Frontera, autor de Sicília sense morts, que querría visitar la Toscana de Bocaccio.
Cruzando el Adriático y unos cuantos cientos de kilómetros más llegamos hasta Grecia, en cuya capital, Atenas, ambienta Rachel Cusk su novela A contraluz, pasaporte elegido por Alejandra Parejo para este itinerario tan literario. Y sin movernos de las tierras griegas llegamos a un nuevo destino: Esmirna, en la actual Turquía, el pueblo natal del poeta Yorgos Seferis, y que querría ver con sus propios ojos el autor menorquín Damià Rotger, para quien es un «referente indiscutible».
Y cruzando el gran charco que es el frío y mortal Atlántico, ya sea a bordo de un avión, un transatlántico o, sin ir más lejos, un libro, llegamos de la mano de Miquel Segura, el especialista en historia xueta que, liderado por su hijo Jaume Segura, y su novela Tal vez un día nos lleva a una Cuba muy colorida monopolizada por La Habana de los años 50. Por su parte, Aina Fullana, la joven escritora autora de Els dies bons, nos empuja un poco más hasta dar la vuelta al Globo para llegar a otro archipiélago, el Hawaii de Taurons en temps de salvadors, de Kawai Strong Washburn, donde podemos apreciar los paralelismos con Mallorca y su dependencia del turismo.
Y llegamos a las últimas paradas que ofrece esta agencia de viajes: aquellos lugares no físicos, pero tan reales como nuestra propia casa. Así, Pere Antoni Pons querría vivir en la Camelot del Rey Arturo vista a través de los ojos modernos de John Steinbeck y la descripción que de ella hace en Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros donde retrata «la nobleza y su coraje».
Llucia Ramis, por su parte, no ha dejado de ser aquella niña enamorada de Peter Pan que le hace desear volver al País de Nunca Jamás. Algo similar ocurre con Maria de la Pau Janer, autora de Tots els noms d’Helena, a quien le encantaría «perseguir un conejo blanco y caer a través de su madriguera» en el clásico de Lewis Caroll El País de las Maravillas.
Y de un clásico a otro nos hace ir Rosa Maria Colom quien no solo nos invita, sino que nos relata su paso por Macondo, el mítico pueblo creado por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad donde Aureliano Buendía y su familia viven en un lugar de «casas bajas, donde los muertos regresan y hay mariposas amarillas y mujeres que vuelan». Y no nos olvidamos del clásico con mayúsculas con Rosa Planas y su deseo de ir a la ínsula Barataria de Sancho Panza, «defensor de Don Qujiote», tan distinta de Mallorca como «la Mancha».
Jaume C. Pons Alorda también se decanta por la imaginativa creación de un autor, en este caso l’Illa dels Morts o l’Arxicenotafi de Miquel de Palol en Bootes, un «sórdido, laberíntico y burocrático infierno» de «una arquitectura casi imposible» que supone «uno de los escenarios más fascinantes que he leído en muchos años». Mientras, Joan Tomàs Martínez se decanta por las tierras baldías de Samuel Beckett, donde habitan Winnie y Willie en Dies feliços y donde «conviviría con la crueldad y la desesperanza del espacio físico y conocería los límites reales de la distopía».
Lluís Maicas, por su parte, iría a pasar una temporada en Pascua al Grand-Hôtel de Balbec, de Marcel Proust, donde nos invita a visitar la iglesia del siglo XII, el espacio dedicado al pintor Elstir, acudir a tertulias literarias y «sanar las secuelas de los naufragios de la memoria». Al pueblo de montaña de La mort i la primavera, creado por Mercè Rodoreda, es adonde iría Sebastià Alzamora, autor de Ràbia, un lugar que lamenta no poder ver con sus propios ojos tras la muerte del cineasta Agustí Villaronga quien lo querría recrear en una película que quedó pendiente, así que «tendré que continuar visitándolo con la imaginación».
Y justo ese es el último de los territorios a los que podemos concertar viajes en esta agencia: la imaginación misma. Ese lugar que tiene en su reino Fantasía la capital y que es el que visitaría la escritora mallorquina Joana Marcús a través de las páginas de La historia interminable, un lugar donde todo es posible siempre y cuando uno no deje que la Nada gobierne. ¿Cómo? Es fácil: usando la imaginación.
” Fuentes amp.ultimahora.es ”