Fue un buen consejo. No habíamos hecho reservación de hospedaje en West Glacier, porque pensábamos que encontraríamos un hostal al llegar. La verdad es que muy probablemente nos habríamos peleado, congelado, llorado y regresado a casa, y nuestra aventura habría terminado antes de lo previsto.
Sin embargo, gracias al empleado del tren, nos quedamos abordo hasta Whitefish, pasamos una semana disfrutando el paisaje montañoso y luego, con ganas de regresar a nuestro vagón litera, tomamos el mismo tren, esta vez con rumbo a Seattle, donde pasamos otra semana en un hostal antes de tomar el tren Coast Starlight hasta Sacramento. De ahí, tomamos el autobús a San Francisco y luego a Flagstaff, Arizona, donde usamos lo que quedaba de nuestros ahorros para rentar una casa rodante en un parque para ese tipo de vehículos, donde pasamos nuestra primera Navidad juntos.
Para aquel entonces, Darla ya comía un poco más. No mucho, pero sí algo. Parecía tener más energía. Nos quedamos algunos meses, manteniéndonos con trabajos temporales, y nos movíamos en un auto que el dueño de la casa rodante nos había vendido por 500 dólares, hasta que se descompuso.
Cuando nos quedamos sin dinero, regresamos a casa en el Medio Oeste de Estados Unidos y nos casamos poco después de eso. Hace poco, celebramos nuestro 23.º aniversario. El año pasado, nuestro hijo cumplió 18 años.
A los interesados en la cura de los besos, les diré esto en apoyo a ese método: Darla ha recuperado tanto peso a lo largo de los años que incluso estuvo pensando en ponerse a dieta hasta que el confinamiento por la pandemia nos hizo bajar de peso a ambos (mucha gente ha subido unos kilos en este tiempo, pero nuestro instinto nos hizo limitar los viajes al supermercado, lo cual tuvo un efecto reductor).
Hemos estado juntos el tiempo suficiente como para que ahora nos parezca que esas versiones tempranas de nosotros eran solo unos niños. En fotografías instantáneas de aquella época, la veo vestida con overoles y camisetas, en los huesos, pero resplandeciente con la felicidad que brinda un nuevo amor y la promesa de aventuras.
Nuestro matrimonio no ha estado exento de conflictos. Ha habido momentos en que la he descuidado, he puesto mis necesidades por encima de las suyas y me he entregado a mis debilidades. Sin embargo, nunca he lamentado el hecho de que tal vez cometí la irresponsabilidad de no alarmarme por su anorexia en aquellos años, de no presionarla para hacer algo al respecto, y en cambio me dediqué a amarla tal como period. Ella nunca esperó una intervención heroica ni de mí ni de nadie. Salió victoriosa de sus problemas en sus propios términos y le da gusto que yo ahora esté compartiendo nuestra historia.
” Fuentes www.nytimes.com ”