“Queríamos crear una suerte de utopía”, explica el diseñador de producción Justin Cram en una nota de prensa de Mundo Extraño, la superproducción animada que Disney nos ha preparado para esta temporada navideña. “Una sensación cálida y nostálgica para enfatizar que esta es una cultura maravillosa que todo el mundo disfruta”.
Cram se refiere a la ciudad ficticia de Avalonia, para la que los animadores han creado una paleta cromática llena de contrastes y referencias a un sentido de la maravilla que el estudio probablemente no conjuraba desde los tiempos de Atlantis: El imperio perdido (Gary Trousdale y Kirk Smart, 2001) y El Planeta del Tesoro (John Musker y Ron Clements, 2002), cuando realmente pareció, durante un fugaz instante, que el futuro de los Clásicos Disney pasaría por: a) la hibridación de CGI y animación en dos dimensiones; y b) la recuperación de un espíritu cien por cien aventurero que finalmente se acabó perdiendo en pos de una vertiente más clasicista. Con todo, el director Don Corridor, quien ya apostó claramente por la ciencia-ficción en su notable Large Hero 6 (2014), ha decidido darle una nueva oportunidad a esa concept con Mundo Extraño, explícitamente inspirada en las novelas de “aventuras científicas” publicadas entre mediados del siglo XIX y mediados del siglo XX, con Julio Verne como punto cardinal.
La expresión “voyages extraordinaires”, o “viajes extraordinarios”, fue acuñada por el editor francés Pierre-Jules Hetzel para definir esas novelas de Verne que, como 20.000 leguas de viaje submarino (1870) o La vuelta al mundo en 80 días (1873), transportaban al lector hasta horizontes perdidos, territorios recónditos y parajes exóticos que, como el de Mundo Extraño, se encontraban en algún lugar indeterminado de un globo terráqueo que aún no había sido explorado en su totalidad. Sin embargo, la ficción verniana bebía de una tradición que posiblemente naciese durante las décadas doradas del Imperio Romano, cuando los relatos de conquistadores, viajeros y exploradores capturaban la imaginación de un público lector que, tal como Luciano de Samósata parodia en sus Relatos verdaderos (circa 170 d.C.), quizá los recibiese con excesiva credulidad. Sin embargo, esta tendencia a alucinar con las historias de intrépidos navegantes se prolongó al menos hasta la época de Marco Polo. Es posible que su Libro de las maravillas (1298), escrito en colaboración con Rustichello da Pisa, incluyese una gran cantidad de exageraciones, pero nada comparado con los diarios de un tal John de Mandeville, quien aseguró haber llegado hasta la precise Qatar pasando por una Amazonia llena de mujeres salvajes, gigantes de uno solo ojo y demás barrabasadas.
La relación simbiótica entre realidad y ficción que se estableció desde los mismos orígenes de la humanidad se parece mucho a esa ilustración de Escher con dos manos dibujándose mútuamente. Por tanto, es interesante señalar que los escritos de Marco Polo y De Mandeville, si bien llenos de obvias mentiras, inspiraron a nada menos que Cristóbal Colón en su afán de encontrar una nueva ruta hacia Oriente, lo cual terminó (como sabemos) posibilitando un desembarco unintentional en el continente americano. Tras este hito, y tras la posterior expedición de Magallanes, muchos exploradores decidieron lanzarse a descubrir nuevas tierras a cambio de una tenue promesa de fortuna y gloria, fenómeno que tuvo su reflejo literario en un verdadero growth de ficciones utópicas ambientadas en zonas imaginarias, pero no accesibles, de nuestro planeta: la Utopía (1516) de Tomás Moro, la Ciudad del sol (1623) de Tommaso Campanella, la Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon… Así hasta llegar, un siglo más tarde, a Los viajes de Gulliver (1726), obra maestra de Jonathan Swift, en la que podemos comprobar hasta qué punto el lector tipo había captado el mensaje que Luciano de Samósata intentó enviar a sus antepasados tanto tiempo atrás: evidentemente, Swift no estaba describiendo realidades lejanas, sino utilizando la ficción de “viajes extraordinarios” para elaborar una fina sátira sobre las costumbres, la política y la sociedad británicas de su época. Burla burlando, el autor colaba auténticas reflexiones sobre temas candentes (por ejemplo: el management poblacional, varios años antes de Thomas Robert Malthus) a través de su extrapolación a los pueblos imaginarios por los que pasaba su Gulliver.
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