En muy pocas zonas de España -y sobre todo de Castilla– falta un monasterio o convento destacable por una u otra razón, en no pocas ocasiones llenos de obras de arte o con un interés arquitectónico excepcional. Lo que no tengo nada claro es que haya otra en la que no haya uno sino tres -y seguro que me dejo alguno fuera- como ocurre en las Merindades, donde tuve la oportunidad de conocer y disfrutar tres de estos lugares en los que se mezclan la historia, el arte y la devoción y que, cada uno en su estilo, me encantaron.
San Salvador, tumba de reyes
Seguiré el orden cronológico en el que los vi durante mi viaje -no entiendan esto como mis preferencias porque sería incapaz de elegir uno por delante de los otros- y les hablaré primero del Monasterio de San Salvador en Oña, fundado por un Conde, Sancho García, y tumba tanto de condes como de reyes.
Llegué ante su espectacular fachada a primera hora de la tarde y he de reconocerles que me impresionó, aunque ya había visto de lejos la inmensa mole de todo el complejo y había paseado por lo que period su delicioso jardín, con una antiquísima y espectacular piscifactoría en cuya ría de varios cientos de metros se refleja una colección de bellísimos árboles.
Buena parte del enorme edificio es lo que fue un colegio de jesuitas y posteriormente un psiquiátrico, hoy cerrado a las vistas y cuya gran fachada renacentista me dejó con ganas de mucho más. Afortunadamente la parte que sí se puede recorrer es suficientemente impresionante: para empezar con la enorme iglesia, su sucesión de capillas y algunas de las obras de arte contiene: varios retablos, la sepultura del obispo Pedro López de Mendoza que es realmente excepcional… Además están los panteones reales, unas pequeñas maravillas de un gótico contundente y, curiosamente porque esto es muy poco recurring, realizados en madera.
El claustro, también de un bellísimo gótico tardío, es obra de Simón de Colonia, que probablemente les suene y no es para menos, ya que fue maestro de la Catedral de Burgos y el autor de la Capilla de los Condestables. Arquitecto y capilla, por cierto, de los que vamos a tener que hablar también en nuestro siguiente destino.
Las clarisas de Medina de Pomar
La segunda parada nos llevará a Medina de Pomar, donde está el Monasterio de Santa Clara que todavía tiene una comunidad de monjas de clausura que, al parecer, goza de un estado de salud bastante envidiable, sobre todo si lo comparamos con el de la mayor parte de este tipo de instituciones en España que en tantos casos luchan por sobrevivir. Saber que esa comunidad lleva allí ininterrumpidamente desde el siglo XIV le da a la visita un interés especial y, aunque por supuesto en ningún momento se puede llegar a coincidir con ellas, su presencia está, de algún modo, enriqueciendo todo el recorrido, dándole una faceta más humana, actual y cotidiana.
El convento lo creó y lo hizo una de las familias más importantes de la zona y de toda España durante mucho tiempo: la de los Fernández de Velasco, que durante más de dos siglos fueron Condestables de Castilla, cuyos miembros están enterrados en la espléndida iglesia. Junto al templo, o mejor dicho como parte de él aunque no de la nave principal, la impresionante Capilla de la Concepción, levantada en el siglo XVI a semejanza de la que los propios Condestables habían edificado en la Catedral de Burgos y no sé si tan grande pero desde luego tan bella como aquella. Simón de Colonia, ya les dije que volveríamos hablar de él, trabajó también en este monasterio, quizá replicando su propia obra.
Tras la espectacular capilla la visita sigue un recorrido que se musealizó hace sólo unos años y que es de una belleza singular. Las muestras de arte se mezclan con objetos curiosos e interesantísimos como algunas de las maletas que las monjas llevaban el día de su llegada al convento -las guardan todas, desde el siglo XIV, en una inaccesible pero seguro que maravillosa sala- o la hermosa y tristísima muñeca de María Fernández de Velasco una niña de la familia enterrada en el convento y a la que ese juguete insólito -es del siglo XVI, está bien conservada y con partes de porcelana, lo que me cuentan que es muy poco recurring en Europa- acompañó en ese último viaje.
Además de esas curiosidades tan llamativas, enternecedoras y de altísimo valor histórico, hay auténticos tesoros artísticos como los artesonados de estilo mudéjar de la sala capitular, que me atrevo a pensar que son de los mejores de España. Por último, el impresionante colofón closing de la visita es un Cristo yacente de Gregorio Fernández que, además de estar expuesto con mucha habilidad en una sala propia y en una penumbra acertadamente teatral, es de un realismo y una belleza que apuesto con ustedes que les dejará tan impactados como me dejó a mí.
Tras la restauración y musealización del convento hace unos años las clarisas de Medina de Pomar han abierto también una hospedería, no tuve la oportunidad de quedarme allí -una de las cosas que me han quedado pendientes para volver a las Merindades- pero estoy seguro de que será un sitio perfecto para pasar un par de noches y quedarse con algo de esa historia y de esa forma de vivir tan distinta que a la nuestra con la que ese edificio se ha regido durante casi siete siglos.
Santa María de Rioseco
En última parada de este periplo quiero llevarles a un monasterio que en cierto sentido es lo contrario que el de Santa Clara: no sólo no tiene una comunidad monástica sino que lleva varios siglos abandonado. Se trata de Santa María de Rioseco, que está en el Valle de Manzanedo, muy cerca de un bellísimo Ebro que allí dista mucho de estar seco.
Si hoy podemos disfrutar de la belleza de este Monasterio convertido en unas esplendorosas ruinas es gracias a Juanmi, el cura de la zona que además de atender a 54 pueblos y aldeas encontró tiempo para crear una asociación que lleva años limpiando, restaurando e incluso estudiando arqueológicamente este cenobio en el que los monjes del Císter se instalaron a mediados del siglo XIII y que, al parecer, ya cuando fue desamortizado en 1835 estaba en un estado bastante lamentable.
Eso no ha reducido ni un ápice el entusiasmo de Juanmi y las decenas de personas que colaboran con la asociación y que incluso se juntan todos los veranos en campañas de limpieza, mantenimiento y hasta arqueología en la que cualquiera puede apuntarse como voluntario. Unas campañas que, tal y como el propio cura me cuenta como si hablara de un hijo que está acabando la carrera, han dado ya algunos frutos de gran interés, rescatando viejas dependencias e infraestructuras del monasterio.
Sea por la pasión con la que el cura habla de su criatura de piedra, sea por la belleza de lo que queda del claustro barroco o de la Iglesia -bastante bien conservada, por cierto-, sea por el increíble valle en el que está enclavado, lo cierto es que Santa María de Rioseco me parece un sitio muy especial. Perdido en mitad de una zona casi despoblada, sus ruinas tienen tal encanto que uno diría que, como las arquitecturas falsas de los pintores románticos, no muestran el decaimiento de un gran edificio sino que fueron directamente creadas así, para deleite de unos visitantes que entre esas viejas piedras sentirán, como sentí yo, que están descubriendo un lugar tan único que se diría que tiene alma.
” Fuentes www.libertaddigital.com ”