Evidentemente y, como bien dice el refranero castellano, «en todos sitios cuecen habas», «hay gente ‘pa tó’ », « lo de los justos y los pecadores». Además de otros rollos más que ni debo ni quiero escribir.
Soy un auténtico y veraz enamorado de Italia. O eso creo.
Si bien, y como siempre ocurre con cualquier país, no llegas a conocerlo ni siquiera de roce. Ni siquiera el propio, ni siquiera tu ciudad. Nunca se llega a conocer su todo.
Llegas a una ciudad desconocida. Oteas el panorama. Bambas y tejanos para reconocimiento de terreno. Recogida de algo de tierra, la guardas en una vasija con el nombre grabado y… ya está: a las lejas dedicadas a los viajes. Al menos es lo que hago yo, y así, otra más para la colección de ciudades conocidas.
Malpensa es muy feo; muy mal organizado; los pocos letreros informativos que hay resultan ininteligibles, arbitrarios y no siempre coincidentes con lo que se supone que indican.
De los agentes de servicio al cliente , cuando los hay, mejor no hablar. Por esos lares sólo hablan italiano – muy deprisa y mal -, como los que aquí, en España, solemos llamar palurdos – y no te preguntes de por qué les preguntas y no se dignan a explicarte: o entiendes lo inentendible o que te vayan dando por donde mejor te apetezca. Y luego dicen de los catalanes, que los únicos que hablan català obviando de los castellanos, son puros y genuinos charnegos de sangre emeritense o lorquina.
Malpensa está en un pueblo que llaman “Somma Lombardo”, a unos 40 kilómetros del centro de la ciudad, a unos 50 minutos de cualquier hotel central y a unos 126 euros de taxi. Los taxistas suelen ser serviciales y, algunos, hasta entienden ‘spagniolo’. Aceptan tarjetas… ¡Qué menos!
Llegas al hotel tras un vuelo de unas tres horas con badenes en máquina de Ryanair (me prometí que nunca más, pero como era mi intención viajar de guiri total, pues … ).
El hotel es de camas y aseo compartidos: ocho personas por habitación. Su nombre es Ostello Bello en Via Medici 4, al lado de todo. Aun a sabiendas de la posible incomodidad, me hicieron sentir como en casa; tanto Verónica, Dódo, Mirko y otra chica cuyo nombre no recuerdo y lamento el olvido. Se peleaban con el mismo diablo para que yo entendiese lo que se decía. A los compañeros de habitación, ni conocerlos, el de arriba de mi cama roncaba cuál Moby Dick en los ecos del Cañón de Colorado, pero parecía buena gente; era chino o parecido. En otras dos camas habitaban unas veinteañeras que solo ocupaban el cuarto al amanecer, después de noche festiva. Eso si, dejando desparramadas por el suelo sus maletas abiertas, lo que condujo a tropezarme con una de ellas camino a la ducha hiriéndome el maléolo derecho. Eran inglesas y trasnochadoras.
Milán me dio la impresión de ser una especie de barrio mío, de escándalos plenos e inagotables, pero en inmenso.
Al salir del hotel, a la izquierda y en menos de cinco minutos, se llega a la que, para mí, es la calle principal de Milán: Via Torino.
Via Torino a la izquierda, atravesando cientos de establecimientos de todo tipo de cosas de marcas conocidas por todo el orbe (ropa, deportivas, supermercados, hamburgueserías, … ) llegas en un santiamén a la Piazza di Duomo. Y tu vista choca de frente y sin aviso con algo asombrosamente majestuoso: la fachada de la celebérrima Catedral. La Catedral fue el motivo príncipe de mi visita a Milán. No solo no me defraudó, me maravilló: la toqué por los cuatro costados acariciando sus piedras de mármol azulado. Aún tengo su sensación en los dedos. El interior, bonito, pero no impactante ni original; muchas vidrieras, pero, yo había ya visto la « Sainte de Chapelle» en pleno París y, nada puede ser más bello.
Una especie de Arco de Triunfo dedicado a Víctor Manuel II te introduce en unas callejuelas cerradas por el techo, en forma de cruz y repletas de tiendas de marcas archiconocidas: Dior, Vouitton, Gucci y sus etcéteras, que no impresionan a nadie con medio gusto., salvo por los precios, que esos sí impresionan para mal. También petadas de cafeterías con terraza.
Milán, sorprendentemente, no me pareció caro, francamente. En general, los precios son más asequibles que lo que su fama dice. Un café solo ( espresso, por supuesto) cuesta en las galerías de Víctor Manuel menos que en un local medio céntrico en mi pueblo, lo máximo que pagué por un café expreso fue un euro y diez céntimos.
La ropa o las deportivas tampoco son más caras que en España. Curioso que no vi ninguna tienda de Armani, por ese si hubiese comprado algo, pero seguí comprando solo mis preceptivos, tres imanes, tres tazas de café pequeñas, unas gafas de sol y un pañuelo de seda… como en cualquier sitio nuevo al que vaya.
Siguiendo la galería de entrada por Piazza del Duomo hasta el final del túnel, llegas a una especie de plaza que llaman « Piazza della Scala », en cuyo centro se encuentra una estatua de Leonardo da Vinci, rodeado de cuatro de sus discípulos, cuyo nombre no recuerdo. Y enfrente, mi gran decepción milanesa: «La Scala». Edificio exterior tipo cualquier Diputación de ciudad española de unos veinte mil habitantes, pizca más o menos. Y porque tiene banderas, que si no… pues otro edificio más y nada del otro mundo. He de decir en conciencia y verdad que ya había visto y oído la Ópera de Budapest y la de Viena; incluso la Ópera Garnier de París. Por dentro, vale, como el Teatro Circo de mi pueblo, pero en grande, con acústica muy mejorable.
Vi un espectáculo de ballet que me hizo dudar de si me había equivocado y me había colado en una exhibición de gimnasia rítmica, que me gusta oiga (mi nieta Gabriela es campeona de tal gimnasia) pero no era lo que yo quería ver y, ante la falta de coordinación de los danzarines y la música subalterna, pues no tuve otra que salirme a medio.
Via Torino a la derecha, la « Basílica de San Lorenzo » y sus vulgares columnas romanas.
Piazza del Duomo en dirección opuesta a la Catedral, se ve una torre del famoso « Castello Sforzesco” que llaman “torre del Filarete”. De la Catedral al Castello, recorres la Via Dante ( uno de mis ídolos ).
El Castello de Ludovico el Moro es una fortaleza, uno va porque casi es obligatoria la visita, pero ¡vamos, que donde se ponga el « Alcázar de Segovia » , que se quite todo lo ‘bailao’.
Paseé en un bus turístico – por primera vez en mi vida – por el barrio de Brera, que dicen que es imprescindible porque emana bohemia, arte, historia y prostitutas; yo no capté nada en absoluto. Claro que iba en bus. Del « Cuadrilátero de Oro » o de la Moda ( que ambas se llaman) pasé solemnemente. Ya tuve bastante con mi guía de Civitatis en París y mis tres cuartos de hora sabiendo hasta de qué forma meaba Louis Vouitton.
Y poco más.
Calles empedradas y tranvías a tutiplén. Es la ciudad en la que he visto más tranvías por centímetro cuadrado. No se me fue de las mientes el pobre Gaudí, pobrecito mío.
¿Merece la pena visitar Milán? Un sí rotundo… tiene una Catedral que puede llegar a enamorar.
P.S.- En el siguiente artículo – si es que me apetece y mis editores lo consideran oportuno – escribiré sobre las gentes en general y las muchachas en particular. De que tuve que quedarme por Via Torino un par de días porque las huelgas de las aerolíneas son dignas de describir. Una en particular « Lastminute » con la que estaba conchabada mi agencia de viajes, Booking, tuvo problemas tácticos y me dejaron tirado a mi suerte devolviéndome cuatro euros y cincuenta (! Tengo la factura!) por supuestos daños y perjuicios.
¡Ah! Y de la ‘temblaera’ que me entró al salir de la Scala
Pero… son otras historias. Para no olvidar nunca por su perversidad. @mundiario
” Fuentes www.mundiario.com ”