Las últimas décadas han acercado tanto a Córdoba y Málaga gracias a la autovía A-45 y al AVE que las historias de lo que fue el mítico Tren Botijo suenan hoy a relato romántico de siglos lejanos. No hace sin embargo ni cien años de que se desactivaron este tipo de trenes de precio reducido, que se ponían en marcha en los meses estivales y que eran los principales responsables de que las clases cordobesas menos acomodadas pudiesen acudir a la costa malagueña y darse un vivificador chapuzón playero. Se puede decir incluso que estas líneas férreas fueron las responsables de la propagación del turismo entre las clases populares. Y también las responsables de que en los periódicos de la época, que gozaban en esa Edad de Plata de la cultura española de magníficos ilustradores y escritores, se multiplicasen los reportajes costumbristas sobre los ‘touristas’, que así los definían, y sobre un nuevo hábito de ocio que a los cronistas les inspiraba relatos divertidos y les estimulaba la imaginación.
El origen del nombre de estos trenes está en el año 1893, que es cuando se puso en marcha el primero de los convoyes de bajo coste con destino a la costa. Partía desde Madrid y el primer objetivo que se trazó Renfe fueron las playas de Alicante, una ciudad que contaba con conexión férrea desde los años de Isabel II. Los precios originales de ese trayecto eran de 30 pesetas en segunda clase y de 20 pesetas en tercera y lo recurring es que los usuarios aprovechasen la inversión para quedarse unos días en las pensiones más asequibles de la localidad valenciana, pues el viaje duraba en torno a 20 horas. Hubo personajes ilustres, como el periodista madrileño Ramiro Mestre, que se especializaron en la organización de viajes preparados, que permitían a los viajeros coger el tren en Madrid y regresar varios días después de haber disfrutado no sólo de las costas y la playa del Postiguet sino también de la gastronomía y las costumbres de la localidad, incluso de las ferias veraniegas.
El nombre de Tren Botijo se lo acuñaron las clases populares, que al closing eran las que lo disfrutaban y lo padecían. Como los trayectos eran veraniegos, y el aire acondicionado no se presentaba ni como quimera, el calor apretaba en los vagones y cada familia solía llevarse un clásico botijo -rambleño en el caso cordobés- para mantener el agua fresca durante todo el viaje. La ocurrencia tuvo éxito rápido y se llegó incluso a pintar la silueta de un botijo en la cabecera de estas máquinas que tenían en los meses veraniegos un ambiente de celebración y de relajo de las formas y las costumbres.
Tampoco es que fuese del todo extraña la denominación, pues todas las conexiones férreas de la época tenían un nombre comercial o common que las hacía distinguibles. Desde el expreso que disfrutaban los pudientes por su rapidez, ya que no hacía paradas en estaciones pequeñas, al «pullman» de largas distancias o al correo que transportaba cartas y paquetes.
En el caso de Córdoba, el Tren Botijo nació como una especie de lanzadera que conectaba la ciudad de Córdoba con la de Málaga en apenas unas horas. El precio period de ocho pesetas ida y vuelta y el trayecto se solía hacer en el mismo día, de tal modo que las familias y los grupos de amigos podían disfrutar de su jornada de playa dominical y volver al closing de la misma para estar en sus puestos de trabajo el lunes.
Sudor y carbonilla
Las máquinas partían hacia la Costa del Sol en torno a las cuatro de la madrugada y llegaba a la ciudad malagueña a primeras horas de la mañana. Los turistas dominicales cogían entonces el tranvía o se marchaban a pie hasta las playas más cercanas, en especial a la del Carmen. Allí también coincidían, aunque fuese de lejos, con las clases más acomodadas, que en los felices años 20 disfrutaban de los baños que allí se construyeron siguiendo el exitoso modelo a la moda en las ciudades del Norte como Santander o San Sebastián. El regreso se hacía al closing de la tarde, ya cansados tras un largo día de chapuzones y sol y cuando el botijo volvía a hacerse imprescindible para acompañar un regreso a casa que se adentraba en las horas de la madrugada. Poco que ver un día de playa de entonces con las comodidades de hoy.
La singularidad del Tren Botijo, y su carácter festivo o vacacional, fue la que estimuló a los cronistas y dibujantes para que reflejasen en las principales cabeceras de la prensa madrileña los detalles cotidianos de este tipo de viajes. En el semanario «Blanco y Negro» de ABC fue desde sus mismos inicios un tema periodístico recurrente, que trabajaron pintores cordobeses de primera línea ligados a la publicación como Ángel Díaz Huertas, Adolfo Lozano Sidro o Tomás Muñoz Lucena. También los redactores o plumillas se sumaban al asunto, con crónicas en las que plasmaban las vivencias de aquellos viajes.
Los botijos y su ir y venir ocupaban siempre un papel central, al igual que los conflictos entre viajeros, la algarabía y la música de acordeonistas o guitarristas y la mezcla de olor de las meriendas que viajaban en las cestas con el sudor de los viajeros y la carbonilla que iba desprendiendo el propio tren y que period un condimento más de la jornada canicular. Llegar a la costa se planteaba por ello una aventura y, como se ve en las imágenes de la época, no eran pocas las personas ociosas y los niños que se acercaban a las estaciones para curiosear y recibir a los alegres viajeros del Tren Botijo. Los andenes se convertían en una revolución de turistas y curiosos junto a los maleteros de los hoteles y pensiones y el private ferroviario.
El closing de este hábito veraniego tan español del primer tercio del siglo XX llegó en 1936, cuando el estallido de la guerra civil en pleno estío dinamitó en apenas unas horas aquellos viejos veranos felices. Los trenes Botijo se suspendieron durante el conflicto, como no podía ser de otro modo, y ya no volverían nunca más. La larga postguerra con sus necesidades tampoco permitió la recuperación de este tipo de costumbres y el turismo common no regresaría con fuerza hasta mucho tiempo después, hasta los 50 y especialmente los años 60 y 70, con el desarrollismo y la llegada del turismo extranjero y las célebres suecas del landismo. Sería entonces cuando las familias de clase media volverían a regresar a la playa, pero ya con otra mítica canicular de coches particulares sin aire acondicionado y sillones pegajosos y resudados de escay, que tendría su siguiente evolución, ya democrática pero también costumbrista, en el periodo que cuenta la legendaria serie de los años 80 ‘Verano azul’.
El Tren Botijo, pese a caer en desuso, quedó anclado en la memoria common con numerosas anécdotas familiares que se contaban cada verano y también en las hemerotecas gracias al trabajo de los cronistas, ilustradores y fotógrafos de la época.
Quizá la lástima es que no existiese por entonces en la literatura española, más dada en esa época a modernismos líricos y filosofías reflexivas y graves, un novelista policíaco que ambientase en uno de estos convoy una serie de crímenes tal como Agatha Christhie lo hizo en el Orient Categorical. Tal vez así se hubiese mantenido más fija aún la memoria de unos viajes veraniegos que, más allá del calor y las circunstancias y sabiendo lo que vino con la guerra y la dictadura, se dibujan hoy y pasado el tiempo como trayectos repletos de vida y de estival felicidad. Como un reflejo más de aquellos felices años 20 a los que España no fue ajena y que acabarían sepultados poco después por las consecuencias del crack del 29 y por el fragor sangriento de la guerra española y de la II Guerra Mundial.
” Fuentes sevilla.abc.es ”