Es la tierra de los paisajes en blanco y azul, de los jardines con buganvillas, de los olivos y los viñedos, de los horizontes siempre presentes y del sol a todas horas; es territorio abundante en pescados a la brasa, en vinos alegres, en aceitunas de apellido ilustre y en pulpos secándose al sol.
Grecia es y será siempre infinita, el hogar de los héroes hercúleos, un lugar en el que siempre nos sentiremos como en casa porque en el fondo aquí están las raíces mediterráneas de tantas cosas que nos son propias.
Pero Grecia es también el país de la masificación veraniega, de los cruceros que llegan de seis en seis y que son capaces de convertir una bucólica aldea de arquitectura bulbosa en un auténtico atasco que no solo es físico sino también psychological para quienes residen en ellas. Y luego está todo lo que ello supone para el medioambiente. No hace falta contarlo.
Por un lado, hay destinos —como Santorini— que superados por este fenómeno llevan años intentando racionalizar el arribo de turistas poniendo cuotas a las llegadas de visitantes más o menos esporádicos. Otras islas griegas han decidido ser un poco más libres, piensan en verde porque no toca otra y desde ya han empezado a trabajar para que sus territorios no en entren en la paradoja de deshumanizarse por culpa de la masificación y la contaminación. Astypalea, Naxos e Ios son tres ejemplos de ello, pero hay muchas otras que ya llevan años trabajando para que el modelo turístico de Grecia esté más diversificado y sea, sobretodo, más racional en cuanto a impacto medioambiental.