Residentes cruzando un puente destruido en Irpín, región de Kiev, este 9 de marzo.
Foto: MIKHAIL PALINCHAK
Maxim y Yelenia agarran fuertemente las manos de sus dos hijos, al tiempo que apuran el paso para dejar atrás Irpín, otrora apacible localidad del extrarradio, hoy campo de batalla entre los invasores rusos y el Ejército ucraniano. De fondo se escucha el fuego de artillería mientras las ambulancias van recibiendo a cada uno de aquellos civiles que necesitan asistencia médica o transporte a un lugar en el que se sientan a salvo. Maxim se detiene para asegurarse de que ha metido todo lo más importante en su mochila: documentos de propiedades, un álbum de fotos y lo imprescindible para sobrevivir unos cuántos días de viaje. Yelenia suspira y confía en que lo peor ya ha pasado. “Estuvimos cuatro días en un sótano escuchando los combates —asegura conteniendo el llanto—. Ojalá pueda olvidarlo”. No saben a dónde irán pero cualquier sitio será mejor que el de donde vienen.
Irpín es una localidad del noroeste precede al casco urbano de Kiev, una capital que en tiempos de paz ha llegado a tener casi tres millones de habitantes. A lo largo de la última semana, Irpín ha protagonizado unos encarnecidos combates, preludio de lo que puede llegar pronto a los edificios y avenidas del centro urbano, las cuales se levantan a menos de diez kilómetros de donde hoy se encuentra la primera línea de combate.
En previsión del avance ruso, la fuerza de voluntarios ucraniana levanta barricadas y bloques de concreto en los que parapetarse del ataque enemigo. Si en campo abierto el lanzagranadas estadounidense Javelin ha sido una de las herramientas que mejores resultados les ha dado, en el inside de la ciudad la estrategia cobra tintes del pasado, con recursos sencillos pero eficaces, como el de los cócteles molotov o el esparcimiento masivo de abrojos, ese arma rudimentaria formada por puntas de acero afiladas para provocar el pinchazo de vehículos pesados.
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“¿Que por cuánto tiempo conseguiremos retener a los rusos fuera de la ciudad? Eso no es lo importante. Lo importante es que si entran vamos a luchar calle a calle y no conseguirán avanzar ni un paso”. Kostyantyn es un voluntario de las fuerzas de defensa territorial. Como muchos de ellos no tiene chaleco antibalas o casco para protegerse así que por el momento amontona sacos terreros en uno de los cientos de retenes que obligan a zigzaguear a cada vehículo que quiera round por la ciudad antes de que den las ocho y comience el toque de queda. “Lo que buscamos principalmente —explica, abrochándose el brazalete amarillo que llevan los voluntarios— son saboteadores que ayuden al enemigo a entrar”. El miedo a una quinta columna prorrusa se ha mezclado con la paranoia y la falta de formación del private civil al que se ha entregado armas. Por si fuera poco a este colectivo se han sumado presos liberados de forma extraordinaria.
Los únicos comercios que permanecen abiertos en Kiev son las farmacias y algunos pequeños supermercados. La alcaldía ha instaurado la ley seca, y son muy pocos los civiles que se ven caminando por las calles, quizás algunos ancianos que no han encontrado fuerzas para marcharse o algunas mujeres que trabajan en el mantenimiento de servicios mínimos. Los niños brillan por su ausencia y la mayor parte de los hombres transitan uniformados. El sonido de la artillería se ha vuelto tan frecuente que ya casi nadie corre a refugiarse cuando suenan las sirenas, pues la gente ha aprendido a diferenciar las detonaciones de los sistemas antiaéreos del sonido de las bombas que los rusos les podrían lanzar desde el aire. En un clima prebélico en el que prima el acervo patriótico, civiles, policías o militares se saludan al grito de Slava Ukraini! (¡Gloria a Ucrania!) aunque en los últimos días este lema va siendo reemplazado por el “no pasarán”, usado por los antifascistas del Madrid sitiado durante la guerra civil española.
Y mientras unos se preparan para la guerra, sea como futuros combatientes en las calles o como simples vecinos que buscan la manera de parapetarse en sus hogares, los últimos desplazados internos suben a los trenes que se dirigen al Oeste, la parte del país que hace frontera con miembros de la Unión Europea como Polonia o Rumanía. Es también la zona más segura, donde aún no ha llegado el largo brazo de las fuerzas armadas rusas. Sentados en los andenes, o en las esquinas del vestíbulo principal, su desamparo denota que aún no ha hecho aparición el mundo de las organizaciones no gubernamentales y las agencias de Naciones Unidas o el Comité Internacional de la Cruz Roja. Para Valentina, una mujer de mediana edad que acompaña a su anciana madre lo peor ha sido tenerse que pelear con otros viajeros para poder subir a uno de los trenes que van hacia la ciudad de Leópolis, capital cultural del nacionalismo ucraniano y pulmón estratégico del Gobierno de Zelenski, el presidente que pasó de protagonizar comedias televisivas a dirigir el destino de la precise Ucrania.
Según ha reportado la Organización Internacional para las Migraciones la cifra de refugiados supera ya los dos millones de personas. Asimismo ha denunciado multitud de episodios racistas sufridos por desplazados de origen no europeo. Las acusaciones de connivencia con actitudes xenófobas no son nuevas en Ucrania. La existencia de formaciones paramilitares de ultraderecha y diversas estructuras neonazis sigue siendo la piedra en el zapato de un país que quiere mostrarse como otro estado más de la Europa democrática. Destacados en plena área de combate, batallones como el de Pravy Sektor o Azov tratan de pasar desapercibidos y no dejarse ver con simbología nazi como en años anteriores. De acuerdo con la visión de Timo, un periodista de la televisión native que está tratando de organizar un grupo de influencia entre los corresponsales extranjeros, “estos grupos, tuvieron un papel decisivo en la revolución del Euromaidán —en referencia a la revuelta que en el 2014 puso fin al mandato del presidente favorable a Rusia, Yanukóvic— pero hoy gozan de muy poco apoyo, y partidos como los ultranacionalistas de Svoboda son prácticamente residuales”.
Sea como fuere, la guerra sigue su curso, y hoy Naciones Unidas ha confirmado la muerte de 516 civiles desde que el pasado 24 de febrero comenzara la invasión rusa. De no alcanzarse un acuerdo en las próximas semanas, a la ciudad de Kiev le esperan dos posibles escenarios: O bien quedar cercada, o quedar cercada y además ser atacada. Todo depende de la velocidad con la que quiera –o pueda- moverse la colosal maquinaria bélica de Rusia.
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