Pocas catedrales tan resilientes como la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México. Fue construida en el peor de los suelos posibles, el lago de Texcoco, sobre los inestables restos del Templo Mayor de la ciudad de Tenochtitlán, azotada por terremotos fuertes cada poco y víctima de un gran incendio en 1967. Sin embargo, ahí sigue, algo inclinada, pero orgullosa, todo un icono de la ciudad junto al Zócalo.
La primera piedra fue colocada en 1571, cuando la ciudad ya llevaba algunos años como arquidiócesis. Sin embargo, las obras comenzaron formalmente en 1573, concluyeron en el interior en 1667 y en el exterior hasta 1813. Parecía eterna… Hasta que comenzó a inclinarse hacia el poniente en sus extremos por efecto del hundimiento del suelo. Algo que no es exclusivo de la catedral, sino que es propio de todo el centro histórico, un problema que ya tuvieron que afrontar los propios aztecas, que se vieron forzados a reforzar los cimientos de sus construcciones con unos ingeniosos pilotajes con postes de madera que enterraban hasta los cinco metros de profundidad.
El problema fue acuciante en la década de 1970, cuando los viandantes pasaban con miedo por debajo de sus torres. Entre los extremos oriente y poniente de la estructura había casi 3 metros de diferencia en el nivel del piso. A finales de los 1890 la situación era dramática, pero fue revertida progresivamente gracias a diversas intervenciones de inyección de mortero al suelo, una técnica perfeccionada cuyo antecedente documentado más antiguo se
debe al inglés James Trubshaw, quien en 1832 la utilizó para intervenir la torre inclinada de la iglesia de Saint Chad, cercana a la población inglesa de Natwich. Como la Torre de Pisa, la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México ha sido salvada gracias a la ingeniería.
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