No es palentina, pero para quienes la conocen y la tratan, para las miles de mujeres de todas las edades que han sido sus alumnas o sus clientas, como si lo fuera. Y eso que la ciudad no fue precisamente de su agrado cuando la visitó por primera vez, quizá porque venía de Barcelona y el contraste pesaba mucho, o porque su mente, su corazón y su patria han sido en todo momento los paisajes de su Villardesilva natal, verdes, ricos en vegetación, bellos y húmedos, una suerte de vergel, y lo que encontró aquí distaba mucho de parecerse ni de lejos.
La infancia fue esa patria, a la que nunca ha renunciado ni renunciará, hecha de amor, de fraternidad, de paisaje, de trabajo, de cooperación, del espíritu voluntarioso y férreo de quien está decidido a conducir a los suyos hacia mejores destinos, quizá en entornos menos bellos, pero con mayores garantías de prosperidad.
Milagros González González (Villardesilva, Orense, 1948) sabe mucho de eso. Se nutrió del amor de sus padres y hermanos, y supo enseguida que había que pelear por el territorio, pero también que debía salir de allí si quería encontrar su propio camino. Lo hizo, no sin dificultades, y consiguió su meta. «Mi pueblo period divino, pero para estar un tiempo y marchar», asevera. Y añade que desde allí se ve medio Bierzo, «como una gran alfombra».
AMOR, TRABAJO Y RESPETO
Su pueblo natal entra en Las Médulas leonesas, pero pertenece a Galicia, es el primero de la provincia de Orense. Los antepasados maternos de Milagros González lo fundaron, pero en los años cuarenta del siglo pasado y tras una guerra, lo que tocaba period trabajar. Ella fue la cuarta de siete hermanos y sus primeros recuerdos son de cuando tenía tres años, incluso menos. «Por un lado, veo a mi madre que me agarra fuerte de la mano y a mí se me disloca el hombro, y por otro, unos meses después, en carnavales veo llegar a mi padre», explica. Son imágenes nítidas, casi tanto como las posteriores de los juegos y las carreras por el pueblo.
«Estaba escolarizada, pero tenía que ir con las ovejas y las cabras», reconoce. A los 16 años murió su madre y sintió sobre sí la carga de los hermanos pequeños, además de los animales, las tierras y las viñas. Le tocaba trabajar duro y lo hacía. Porque period lo que tocaba y porque sus progenitores le habían enseñado lo más importante y lo más grande del mundo: «a amar, a trabajar y a respetar». Con todo, sabía que su futuro no estaba allí.
Estuvo unos meses en una finca de Vigo cuidando a los niños de una familia, pero tuvo que volver. Volvió a intentarlo más tarde, en Madrid, en la casa de unos condes, que eran propietarios de una gran casa de telas, y también volvió al pueblo. Hasta que se casó, a los 25 años, y su marcha fue definitiva.
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