Me siento a salvo vacunada. Duermo más tranquila al saber que en mi entorno inmediato se ha alcanzado el anhelado grado de inmunidad. Les digo a los amigos en Madrid, muchos de ellos mayores pero sin acabar de obtener la codiciada cita médica, que eviten los riesgos.
Vacunada casi toda la familia y con planes de viajes a medio plazo. Una sensación que ha oscilado entre el alivio, una alegría prudente y también algo de miedo aprendido a lo largo más de un año, como un acto reflejo de estar a la defensiva y a la espera de un momento a otro de una amenaza al acecho.
Por eso la noticia de que un amigo acaba de fallecer en Madrid por coronavirus fue como experimentar un revés en el proceso de sanación colectivo. El desconcierto de que en el último tramo de este oscuro túnel alguien a quien se le tiene aprecio yacía en cuidados intensivos desde principios de febrero. Estar seguros de que se recuperaría, como una suerte de pensamiento mágico que ahuyentaba la posibilidad actual de sucumbir al virus en víspera de vacunaciones masivas. No querer creer que todavía hay personas luchando por sus vidas en habitaciones aisladas. La furia de la pandemia ya no es tan poderosa, pero las muertes te rozan.
Pensar que estamos a salvo, y a la vez digerir que en otra parte del mundo alguien con quien conversaste hace unos meses al aire libre y con mascarillas ya no podrá contar lo que fue el año de la pandemia: ese tiempo en el que el mundo dio un vuelco y nos confinamos en un espacio lleno de miedos donde se salía a respirar en los balcones.
En esta orilla cada vez son más los que consiguen vacunarse y el optimismo aumenta entre quienes confían en los avances de la ciencia, tan oportuna y necesaria para sacarnos de los más profundos atolladeros. Por eso, las informaciones que llegan de gran parte de Europa son desalentadoras: el ritmo de las vacunaciones es lento y desigual. La gestión de la Unión Europea deja mucho que desear. Pregunto a conocidos cuyos padres todavía no se han vacunado. Gente de setenta años que aún no ha recibido la notificación. Los más jóvenes aguardan su turno con más tranquilidad, pero los mayores temen correr la misma suerte de mi amigo cuando estamos a punto de alcanzar la meta en esta carrera de obstáculos que nadie esperaba sortear a principios del año pasado.
Vivo con la relativa tranquilidad de que mi quinta, de sesenta en adelante, goza de inmunidad al menos, tal y como ha informado Pfizer, unos seis meses o más. Sin duda, un pasaporte para una existencia más sosegada que permite rellenar una agenda que durante meses permaneció vacía. Cuesta algo echar a caminar nuevamente sin el peso de la cautela extrema, pero de modo gradual las rutinas del pasado emergerán como una vieja y tenaz costumbre.
A lo que no se habitúa uno es a la pérdida de familiares y amistades que en este merciless paréntesis han desaparecido como se si se los hubiera llevado una tromba. Estaban ayer y hoy son sólo el suspiro de un recuerdo y adioses sin abrazo alguno. Para eso no estábamos preparados ni hay guide que nos consuele.
Me siento a salvo vacunada. Duermo más tranquila al saber que en mi entorno inmediato se ha alcanzado el anhelado grado de inmunidad. Les digo a los amigos en Madrid, muchos de ellos mayores pero sin acabar de obtener la codiciada cita médica, que eviten los riesgos. Ahora que uno de ellos ha fallecido de modo intempestivo, la aprensión vuelve a imponerse. Hay estado de emergencia en el corazón. Un imprevisto en la recta ultimate. [©FIRMAS PRESS]
*Twitter: ginamontaner
” Fuentes www.elsalvador.com ”