Un padre jugaba con su hijo pequeño en el asiento colindante al nuestro. La mirada golosa del menor anticipaba que el paquete de Filipinos no llegaría a Tafalla. Varias personas dormitaban apoyadas como buenamente podían en los incómodos asientos del vagón. El nuestro era el último de los cuatro que avanzaba a toda máquina rumbo hasta la primera parada: la ciudad del Cidacos. Las conversaciones se producían en voz baja, como si esa especie de mutismo cómplice hiciera que el sueño del triunfo se acercara más a la realidad. Una a una fueron pasando las estaciones de Tafalla, Castejón, Tudela. En la capital ribera un grupo de adolescentes se subía y colisionaba, para su asombro, con la marea de camisetas rojillas y pulseras azules. “Queremos una pulsera”, argumentaban, mientras uno de los miembros del staff de la agencia de viajes les conminaba a que bajaran, ya que su tren llegaría en unos minutos.
La velocidad aumentó, se puso ritmo de crucero pero los nudos transmutaron en kilómetros. Las columnas de la Basílica de El Pilar asomaban en el paisaje. Para ese momento, casi dos horas después de haber partido de Pamplona, los ánimos ya se habían despertado y las gargantas comenzaban a afinar con la mente puesta en lo que les esperaría 12 horas después. Las Delicias, nunca mejor llamadas, recibían a los viajeros de la serpiente Azul y contemplaban, en medio de un fastuoso dispositivo de seguridad, cómo los aficionados rojillos eran conducidos hasta el AVE, el orgulloso tren que debería cubrir en cuatro horas la distancia entre la capital maña y la andaluza.
Dos convoyes de ocho vagones cada uno. Separados por el medio, imposibilitando recorrerlos de principio a fin. Los de la nave Roja delante, los de la Azul, detrás. Y a las 10.00 de la mañana arrancaba la segunda diligencia, ésta más nutrida, más numerosa, colmada de más ilusiones. El tres es eléctrico, pero el vagón cafetería echaba humo sin haber llegado siquiera a Casetas. Y sin llevar alcohol en la cantina, que la ley es rigurosa y no permite que se flirtee con el dios Baco en viajes de larga distancia. ¿Seguro?
España es el país de la picaresca, del Quijote, del buscarse las castañas y encender el fuego propio si se quiere asarlas. De ahí que lo del alcohol fuese como lo de un político válido, una ilusión. Cervezas de diferentes marcas por doquier, sangría, kalimotxos, petacas, cubatas, patxarán… La ironía la encontrábamos en los uniformes, en de los agentes de la Policía Nacional que viajaban de escolta vigilando si tenían que bajar a alguien pasado de vueltas en Córdoba, que hacían la vista gruesa ante las escenas de Sodoma y Gomera, y el de las azafatas del tren quienes, pese a no dar alcohol, agotaron las existencias líquidas antes de llegar a buen puerto. Si es que bajando de Toledo el calor nos reseca la garganta…
El optimismo se desbordaba a raudales, ninguno de los preguntados por un posible resultado en el partido que nos esperaba en Sevilla daba derrota para los nuestros. Goleaba Osasuna con David García, el Chimy, Aimar Oroz... Hasta había atrevidos que apostaban por un 0-0 y que fuera Sergio Herrera el que batiera a Courtois en el definitivo lanzamiento desde los 11 metros. Óscar, de Orcoyen, se emocionaba sólo con pensarlo. La cuadrilla de Etxarri y de Etxauri se marcaban un seis mus para goce del respetable, Koldo jaleaba a la gente y en otro de los vagones, la Peña de Estella (bandera de Lizarra en ristre) empezaban a animar el cotarro después de sufrir una bajada de tensión en Toledo. Ojo, del tren. Un hecho que obligaba a estar diez minutos parados. Es lo que tienen los trenes eléctricos, oiga.
Córdoba nos vio llegar para hacer una pausa de las que llaman técnicas antes de enfilar la última hora de viaje. Sevilla, soleada, sin nubes, nos recibía en la estación de Santa Justa con 32 grados y otros pasajeros en los andenes. Gente que abría los ojos al vernos bajar, 990 pasajeros con sus 990 camisetas rojillas, con sus 990 bufandas, banderas, ilusiones, sueños, deseos y, sobre todo, gargantas. Las paredes y el techo de la estación retumbaron con los cánticos, ‘La Gitana’, ‘Allez, Osasuna, allez’, ‘Somos un equipo’… Un testigo madridista sonreía desde el otro lado de la vía con envidia, con admiración. Es lo que tiene esto del fútbol.
Híspalis vivió una jornada en rojo. La gente agradeció el colorido de una ciudad bañada por la luz del sol, blanca, rasgada por el Guadalquivir en su extremo junto a la casi olvidada Expo, con zonas casi enterradas para el habitante pero aprovechadas para esta ocasión. Luego llegó Triana, la zona céntrica, la Alameda de Hércules con los Pablito, Miguel, Jimmy y compañía. Riadas de rojillos que transmutaban por un día entero Sevilla en Pamplona, los puentes sobre el río se vestían del paso de La Magdalena, el agua parecía la del Arga, la Fan Zone recibía a una nutrida expedición de osasunistas que echaban la penúltima antes de ir al coliseo donde se produciría la lucha. Eduardo, Piru, Rober, el primo David, Fernando y los Aridane’s Team con sus pelucas, Txompo, el Chino, la consejera Elma, el DJ animando a la gente, bailes, saltos, gritos y cantos para llenar la copa de la moral. Como los acompañantes de Braveheart, yantando y bebiendo para prepararnos de cara a la guerra, para rendir homenaje a las palabras que dejó Pablo García 18 años antes.
DEL FERVOR AL HONOR
Las huestes rojillas, pertrechadas por todos los aparejos posibles e imaginables, partían rumbo a La Cartuja. El sol, inseparable compañero, caía sobre unas cabezas que transitaban por el camino en armonía, en comunión, como caballeros medievales en busca de la batalla que decidirá su gloria y su futuro próximo. Un silencio grupal roto por conversaciones banales, por carreras de niños rebeldes que se escapaban de sus progenitores en un intento de protesta por querer llegar antes. Un camino sin una fuente, sin una posada o taberna en la que saciar la sed que causaba Lorenzo con sus rayos pero que, pese a las dificultades, hacía del mismo una hazaña más estoica.
Los aledaños de La Cartuja bien podrían haber representado uno de los anillos del infierno de Dante. Aunque para los rojillos era la antesala al paraíso, al Valhalla, al dichoso Yanna donde esperaban las vírgenes que describe el Corán o las dádivas que buscaban los gladiadores romanos. Bengalas, cánticos, rojo por doquier, osasunismo en estado puro. Los cimientos de la carretera bajo la que velaban armas las tropas navarras retumbaban ante las ya sabidas canciones. Todo estaba listo, todo estaba dispuesto. Marchemos, pues, amigo Sancho, en busca de esos molinos blancos castellanos que debemos tumbar para gloria del foralismo osasunista…
Luego llegó el partido. Luego pasó Vinícius como un rayo, Rodrygo como un trueno. Torró como un halo de esperanza a lomos de Pegaso para insuflar nuestros corazones y hacer que las lágrimas brotaran en nuestros ojos. Ilusión, fervor, creencia, milagro… Pero esta vez ni San Fermín, ni San Francisco Javier, ni San Sergio Herrera frenaron a la lógica. El combate caía del lado enemigo. El honor era nuestro, la gloria suya. Aplausos al rival y reconocimiento a los guerreros que se dejaron la piel, que dieron una impresionante imagen y que se ganaron el cariño de los suyos, de los otros, de Sevilla y de muchísima gente más. David se puede ver orgulloso porque, pese a no tumbar a Goliat, le plantó cara.
Y sobre la marcha animosa y esperanzadora de la ida se cernieron nubarrones oscuros que cubrían las elásticas rojas. Cabizbajos, los millares de seguidores osasunistas emprendían el viaje de regreso. Allá al otro lado de la península estaba la antigua Pompaelo esperándolos para recibirlos con los brazos abiertos, arroparlos, curarles las heridas y recuperar un ánimo destrozado con dos golpes certeros.
Santa Justa fue testigo mudo del silencio del regreso del derrotado. El AVE engullía de un bocado a los derrotados, les arrebataba las esperanzas como si se tratara de un dementor de los que hablaba J.K. Rowling en las aventuras de Harry Potter. Morfeo hacía el resto, desplegaba su manto mágico y conducía a los seguidores al sueño reparador, al sueño del olvido, al descanso del abatido. De Sevilla a Córdoba. De Córdoba a Toledo, atravesando la ancha Castilla, llegando a Teruel para desembarcar en Las Delicias, amargas en el viaje de regreso. El silencio fue uno más en todo el trayecto.
El viaje de Zaragoza a Pamplona coincidió con la salida del sol. Un amanecer trae siempre nuevas ilusiones. Esta vez, la segunda final que Osasuna disputaba quedaba en el recuerdo. Los perezosos se despertaban, las conversaciones comenzaban a animar el último trayecto. Como si de una tertulia rojilla se tratara la cuadrilla de Etxarri y Etxauri analizaba el papel de Osasuna, los errores, ese lateral desbordado, ese Chimy fallón, esa falta de acierto. Pero sin ojo crítico, más como un lamento. Mientras, el convoy Azul al que había precedido su gemelo Rojo dejaba heridos en Tudela, en Castejón, en Tafalla… Y llegaba a la estación de Pamplona, regresaba al corazón del viejo Reyno de Navarra.
Cientos de zombies rojillos caminaban por el andén, atravesaban el aparcamiento, se dirigían a los coches, taxis, villavesas… Casi un millar de ilusiones rotas, de sueños desvanecidos, de esperanzas no cumplidas. Pero ese millar, junto a los otros 24 millares que abarrotaron La Cartuja, se llevan en el corazón y en la memoria un viaje para el recuerdo. Porque todos los que viajamos a Sevilla fuimos testigos de una de las hojas más importantes de la historia del club de nuestros corazones. Volvimos derrotados, pero casi 25 horas después de haber salido ya estábamos pensando en la siguiente. Porque como bien sabe todo el mundo, “Osasuna nunca se rinde”. Y sus aficionados tampoco, por supuesto.
” Fuentes www.diariodenavarra.es ”