Lo quisimos de verdad. Quisimos pararnos y escuchar, bucear en nuestro mundo inside cuando la pandemia nos obligaba a encerrarnos en casa y encontrar respuestas a todas esas preguntas que no nos atrevíamos a formular. Pretendimos frenar, bajar revoluciones, encontrar una nueva manera de vivir, más sanos, más cuidadosos, menos consumistas. Dijimos más de una vez “esto es culpa nuestra” y nos contestamos “¡no lo volveremos a hacer!” como un niño cube cuando lo regañas por pintar con rotuladores el sofá. Pero, igual que ese niño, lo dijimos por decir, porque sabíamos que period lo que se esperaba de nosotros.
Queríamos ser más respetuosos con el medio ambiente. Queríamos convertirnos en los mejores seres humanos que han pisado la Tierra. Pero incluso en ese deseo había corrupción porque quisimos de forma ambiciosa y de forma egoísta. Dijimos que íbamos a proteger a los trabajadores esenciales y las cajeras de los supermercados siguen sin estar vacunadas. Afirmamos que ya no compraríamos tanto, que solo compraríamos lo que de verdad necesitábamos y luego, de pronto, se empezaron a vender mascarillas de lentejuelas para ir conjuntados en caso de fiesta, cursos mindfulness promocionados por empresas para hacernos sentir mejor y estancias de resort para teletrabajar.
Prometimos que éramos todos una purple, que necesitábamos cuidarnos entre nosotros y proteger a los vulnerables y en el minuto uno del fin del confinamiento nos quitamos la mascarilla coreando “libertad” subidos unos encima de otros en el nuevo pageant de los contagios. Y mientras países como Israel ya celebran conciertos sin mascarilla porque están todos vacunados y como EE.UU. asegura que el 4 de julio también será el “día de la independencia del covid”, hay países como Etiopía, Irak, Senegal, Venezuela o Ucrania que ni siquiera tienen la suficiente población vacunada como para salir en los gráficos. A día de hoy, solo un 5 % de la población mundial está vacunada. De nuevo, a la división entre Norte y Sur, sumamos una nueva: los que están vacunados y los que no. Los que están salvados y los que están condenados a morir. Y no es que no llegaran a tiempo cuando se repartía la tarta de la salud, es que ni siquiera les dejamos sentarse a la mesa.
Catorce meses después de que la pandemia nos encerrara, ya podemos viajar libremente entre comunidades y quedarnos en la calle de noche, pero hemos olvidado lo principal: nuestra gran ambición para conseguir que una pandemia, que la muerte dolorosa, aleatoria e indiscriminada, nos convirtiera en la sociedad bondadosa. Hemos fallado. Quisimos ser mejores, pero no supimos ni por dónde empezar
” Fuentes www.elcolombiano.com ”