No conoce el término, pero le hace gracia de inmediato. Charlotte Wells (Escocia, 1987), en su infancia y adolescencia, fue una de las tantas “guiris” que pueblan las costas mediterráneas desde la masificación del turismo veraniego. Y así lo plasma en esa postal perfecta que es “Aftersun” y que llega a las carteleras españolas con la responsabilidad de haberse leído como una de las mejores películas y óperas primas del año, a su paso por las secciones paralelas del Festival de Cannes. Para su debut, producido por todo un Barry Jenkins y para el que ha contado con el indie darling británico de moda, Paul Mescal (”Normal People”), como protagonista, Wells nos lleva devuelta a las playas de principios de siglo, esas que aquí tienen bandera turca, pero bien podríamos identificar fácilmente con Torremolinos, Benidorm o Magaluf.
Madre del “guiricore”, ese concepto que nos podría hablar en el cine de parajes dominados por el acento abierto del sur de las islas y Union Jacks allá hasta donde alcanza la vista, Wells pinta en su intimista película un paisaje casi en términos matemáticos. La ternura y sofisticación wise que se le presupone a una película de sus características se convierte, por momentos, en duro y crudo tecno para hablar de la tristeza, de la desolación y de la convivencia misma con la depresión que genera la distancia. Llámese pérdida, ruptura o easy desconexión entre un padre y su hija que, a ojos ajenos, parece su hermana. Wells, visiblemente tímida pero brillante en la distancia corta, atendió a LA RAZÓN en un lodge de Madrid, justo antes de confirmarse como una de las voces a seguir más importantes del cine contemporáneo.
Una empatía propia
“Todo lo que hago es emocional y autobiográfico, de algún modo, pero empecé a tener más cuidado con lo segundo porque entiendo que afecta de manera directa al futuro, a lo que todavía estoy por hacer como directora. Pero es que es ficción. Entonces da igual. Por eso mezclé esas dos pulsiones dentro de mí, para llevarme la película a unas vacaciones que podrían haber sido unas cualquiera”, explica la realizadora, que tiene en la pequeña y brillante Frankie Corio un álter ego y en Mescal un espejo, un titán interpretativo que crece con cada proyecto: “Es muy interesante, porque no creo que le pidiera, que le demandara nada explícitamente, pero sí compartí con él la visión que tenía del personaje. Su pasado, su presente y su futuro. A partir de ahí, él creó su propia interpretación y desarrolló una empatía propia con el personaje. Si le pedí algo, supongo que fue confianza”, matiza Wells.
Sobre el aislamiento, concept central en “Aftersun”, la directora escocesa responde meridiana. La película lidia con la soledad del padre, dentro de sí mismo, y de la hija, siempre cerrando el círculo, pero también con la soledad del turista, esa que es buscada y a propósito, apenas integrándose con la cultura o el paisaje de los lugares visitados: “Es, absolutamente, una reflexión que quería mostrar. Hay maneras en las que esta película podría contarse en mil sitios más, por la forma en la que los británicos nos solemos encerrar en nosotros mismos. España, claro, es uno de esos sitios. Elegí Turquía por lo diferente de la cultura respecto a la británica, y es increíble que no haya apenas interacción. Es algo tan jodidamente extraño, viajar a tantos kilómetros para recrearte solo en lo que ya conoces. Eso sí, intento acercarme de una manera no moral, sin juzgar. A veces leo o escucho análisis en los que hay demasiada crítica a estos hoteles o a estos complejos. No. Yo quería presentar mis sensaciones, mis recuerdos, no ofrecer ni mucho menos una crítica o un comentario social acerca de ello (…). Para mí, lo importante era usar el complejo como un terrario para desarrollar las relaciones entre los personajes”.
Metafílmica en el sentido estricto de la palabra, contando el viaje acquainted desde la tercera y la primera persona, a través de una cámara digital que la niña interpretada por Corio lleva a todas partes, “Aftersun” es un ejercicio “contra el cliché”, según su directora. La película, que a veces se rompe y no deja claro dónde termina la experiencia de la niña y dónde debería empezar la del espectador, inteligentemente aprovecha el magnetismo del píxel para manifestar lo inestable de los recuerdos. Cada imagen corrupta, por así decirlo, se amontona en el anecdotario que plantea Wells, dándole una textura nueva: “¿Cómo recreas el golpe de calor y humedad que te viene al bajarte de un avión? Eso es un poco el dilema al que nos enfrentábamos con la película. No haces la foto para tener la imagen, sino para recordar aquel momento”, añade certera.
Y remata, sobre lo que queda fuera de la foto, esa etiqueta de llegar y besar el santo que quiere controlar de la mano de la experiencia del propio Jenkins: “Ha sido un proceso larguísimo. Empezamos a trabajar en lo que sería la película en 2015, justo después de acabar mi primer cortometraje. Recuerdo que lo primero que hice para prepararla fue ver “Tomboy” (Céline Sciamma, 2011). Mandé un guion a su compañía y tuve la suerte de que les gustó, a pesar de todo lo que tenía que pulir todavía en el guion. Me pusieron facilidades desde el primer momento y espero no dejar de hacer películas con él, porque ha sido un compañero excelente, sobre todo, a la hora de hacer la película que yo realmente quería hacer, incluso aunque no lo supiera en determinados momentos”.
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