Wilmer Rafael Carson Castillo, izquierda, que ha hecho un viaje de ocho meses desde Venezuela, afuera del Puerto de Entrada de la CBP, donde tiene una cita de asilo establecida a través de CBP One. Imagen del 12 de mayo de 2023 en Nogales, Sonora, México; Joe Rondone-USA TODAY NETWORK
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En Guatemala los policías detienen a cada paso a los autobuses que se dirigen al norte, obligando a los migrantes que intentan hacer el largo viaje hasta la frontera entre México y Estados Unidos a bajarse y entregar todo su dinero, a veces desnudándolos y amenazándolos con devolverlos a Honduras.
Al otro lado de la frontera, en Tapachula, en el sur de México, delincuentes en bicicleta se aprovechan de migrantes desprevenidos, mientras funcionarios de Inmigración armados amenazan con deportarlos si no pagan.
Más al norte, cerca de la frontera entre Estados Unidos y México, las personas que esperan cruzar a Estados Unidos viven con el temor del regreso de una infame pandilla mexicana que asaltó su extenso campamento improvisado el mes pasado en Matamoros e incendió docenas de tiendas de campaña mientras intentaba tomar como rehenes a algunos migrantes.
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Mientras la administración del presidente Joe Biden se esfuerza por controlar los cruces hacia Estados Unidos —y espera que otros países de la región controlen sus propias fronteras—, los migrantes solicitantes de asilo son presa fácil de pandillas respaldadas por carteles de la droga, policías corruptos y funcionarios de Inmigración al sur de la frontera estadounidense.
Las normas de inmigración estadounidenses, que limitan los cruces en la frontera probablemente obligarán a cientos de miles de migrantes a permanecer en México y en otros lugares de Centroamérica, donde no tendrán medios para mantenerse o defenderse de los delincuentes que se aprovechan de ellos, afirman grupos activistas.
“Ninguno de los gobiernos está dando una solución y nos preocupa que una vez que estos migrantes sean deportados y se encuentren sin ninguna red de apoyo, no tengan otra opción que convertirse en ladrones para poder comer y alimentar a sus familias”, dijo July Rodríguez, directora de Support for Venezuelan Migrants, con sede en Ciudad de México.
La semana pasada, la agencia de la ONU para los Refugiados emitió una alerta sobre la creciente presión en los albergues para migrantes en el sur de México y en Ciudad de México, donde ciudadanos venezolanos deportados de Estados Unidos han comenzado a llegar sin claridad sobre su propia situación migratoria en el país.
La alerta ocurrió se produjo cuando México comenzó a cerrar albergues, reubicando a los migrantes lejos de su frontera con Estados Unidos y algunos estados mexicanos comenzaron a emitir órdenes de expulsión, dando a los migrantes solo días para irse.
“Las cosas en México se han complicado”, dijo una migrante venezolana que habló con el Miami Herald mientras estaba atrapada en Tapachula, y que pidió ser identificada solo como “María”. Dijo que teme repercusiones después que ella y su grupo de compañeros migrantes fueron asaltados y secuestrados poco después de llegar a la ciudad fronteriza situada en la frontera entre Guatemala y México, en el estado más sureño de México, Chiapas.
Disminuyen los cruces en la frontera de EEUU
Funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS) afirman que desde que el 11 de mayo expiró la orden de emergencia por la pandemia conocida como Título 42, han observado “una reducción significativa” de los encuentros con migrantes en la frontera suroeste. La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP) está registrando un promedio de 4,000 encuentros al día, en comparación con 10,000 que antes del levantamiento de la orden, que permitía a los agentes expulsar rápidamente a los solicitantes de asilo indocumentados como posibles riesgos para la salud.
El DHS afirma que también ha repatriado a más de 11,000 personas a más de 30 países. Esto incluye a 1,100 nacionales de Venezuela, Cuba, Nicaragua y Haití que han sido devueltos a México, que acordó aceptar hasta 30,000 de los no mexicanos al mes después de que se les negara la entrada en Estados Unidos y fueran expulsados.
Blas Núñez-Neto, alto funcionario de política de inmigración del DHS, dijo a periodistas la semana pasada que la reducción en los cruces fronterizos se pueden atribuir a tres factores: las consecuencias más duras que la administración de Biden ha implementado para cualquier persona que se presente sin haber solicitado y recibido permiso primero a través de una aplicación CBP One; la ampliación de las vías legales para entrar en Estados Unidos y “las acciones de nuestros aliados extranjeros”.
“Hemos estado trabajando muy estrechamente con los países de la región para mejorar el acceso a las vías legales, pero también para hacer cumplir sus leyes de inmigración en sus fronteras”, dijo Núñez-Neto.
Tanto Guatemala como México han desplegado tropas para hacer cumplir la ley en sus fronteras, señaló Núñez-Neto, mientras que Panamá y Colombia están “emprendiendo un esfuerzo conjunto sin precedentes para atacar a las redes de contrabando que operan en el Darién”, la traicionera y pantanosa selva que separa ambas naciones.
Al preguntársele qué están haciendo las fuerzas del orden de esos países y si están deteniendo o procesando a los migrantes que esperan viajar a Estados Unidos, Núñez-Neto remitió las preguntas a los respectivos gobiernos.
La negativa de Estados Unidos a asumir la responsabilidad de las acciones de otros países ha suscitado críticas de activistas que señalan que muchos de los aproximadamente 20 millones de migrantes desplazados por la fuerza en Latinoamérica son personas que huyen de la violencia en sus países y necesitan protección para evitar ser devueltos a lugares donde corren peligro.
El viaje de un migrante
Para decenas de miles de migrantes que esperan llegar a la frontera entre Estados Unidos y México, el viaje es una peligrosa travesía de 7,000 millas que puede comenzar tan lejos como Brasil y atravesar 11 países. Los migrantes que inician su viaje en Sudamérica tienen que atravesar toda Centroamérica para llegar a México, viajando hacia el oeste a través de Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala antes de llegar a la frontera sur mexicana.
Para María, que inició su viaje en Colombia, el trayecto fue más corto que para otros, pero igual de peligroso. Tuvo que atravesar la región del Darién, una remota y anárquica selva montañosa situada en la frontera entre Colombia y Panamá que separa Sudamérica de Centroamérica, y considerada uno de los pasos fronterizos más peligrosos del mundo.
María, de 43 años y natural de Barcelona, en el este de Venezuela, inició su viaje el 11 de febrero. Ella y sus compañeros llegaron a Necloclí, una ciudad de la costa oriental del Golfo de Urabá, en Colombia, para continuar hasta Capurganá, una ciudad costera aislada en el Caribe del país, donde un campamento acoge a los migrantes que cruzan la frontera.
En su grupo iban su pareja, los tres hijos de él y dos de las novias de estos. Antes de embarcar en Necloclí, los organizadores del pasaje —presuntos contrabandistas— les tomaron fotos y las enviaron a los autodenominados “guías” del punto de llegada para que pudieran ser identificados fácilmente. Los guías, como se autodenominan, forman parte de la red de contrabandistas y traficantes que ayudan a los migrantes a cruzar de un punto a otro.
“Una vez que aterrizas, te abordan y no te dejan seguir solo”, dijo María. “Te obligan a entrar en un almacén y te retienen allí hasta que pagas la cantidad que exigen, así que allí eres un rehén. Nos obligaron a pagar $100 a cada uno, que era la mayor parte del dinero que teníamos, incluido el que teníamos para comer”.
Después, los guías los escoltaron a ella y a su grupo hasta un campamento donde pasaron la noche. A primera hora del día siguiente, uno de los guías los acompañó a un lugar que llaman Frontera, en Colombia, para iniciar la travesía hacia el Darién.
Allí, varios colombianos armados les exigieron el pago antes de permitirles iniciar el viaje de 60 millas por el interior de la selva.
“Si no pagas, no cruzas”, dijo María.
Tras dar $85 a los hombres, María y su grupo pudieron seguir solos, sin escolta.
“Solo te dicen que sigas las señales, que son bolsas azules o negras colocadas a lo largo del camino por toda la selva”, dijo. “Tienes que estar atento a estas marcas, a menudo colocadas en los árboles, si no quieres perderte”.
Ya en la selva, algunos migrantes contratan a grupos indígenas conocidos como coyotes para que los ayuden a sortear el traicionero terreno. Pero es una propuesta peligrosa, ya que los migrantes han denunciado agresiones físicas y sexuales dentro de la selva por parte de miembros de grupos delictivos armados. El terreno es traicionero y un paso en falso puede hacer caer a la gente a ríos caudalosos o despeñarse por una montaña, donde los caminos son a veces tan estrechos que los migrantes tienen que avanzar en fila india.
Los migrantes de la ruta del Darién no solo proceden de Venezuela y Haití, asolados por sus respectivas crisis, sino también de lugares tan lejanos como África.
“Te cruzas con otros grupos por el camino. Algunos van muy rápido por la selva, pero otros van mucho más despacio”, dijo María. “Empezamos con un grupo pero eran muy lentos y empezamos a viajar con otro grupo, pero este se movía muy rápido y nos encontramos corriendo para alcanzarlos”.
Con tantas rutas diferentes dentro de la selva, sobrevivir también significaba evitar morir al subir pendientes lodosas o cruzar ríos caudalosos. También tenían que estar atentos a los narcotraficantes, los aludes, las serpientes venenosas y otros animales.
“Nos advirtieron que no abriéramos las tiendas cerradas que pudiéramos encontrar por el camino”, cuenta María. “Nos dijeron que normalmente, cuando te encuentras una tienda de campaña montada pero cerrada, es probable que ahí esté una persona fallecida”.
“Un grupo que cruzó después de nosotros nos dijo que eran 10 cuando empezaron, pero solo seis cuando salieron” de la selva, dijo María: dos de los migrantes, una pareja, fueron mordidos por una serpiente venenosa en su tienda. Otro viajero, un anciano, sufrió un ataque al corazón. Y un cuarto, un niño, se cayó sobre una roca afilada.
María dijo que estuvo a punto de morir mientras intentaba cruzar uno de los últimos ríos del Darién.
“Casi me lleva la corriente”, dijo. “Dos jóvenes saltaron al agua y me sacaron”.
Durante todo el camino, María dijo que mantenía los ojos en el suelo, temiendo ver los cadáveres que también salpican el sendero. “Los muchachos que viajaban conmigo sí vieron a un hombre muerto en el río”, dijo.
Antes los emigrantes tardaban al menos una semana o más en cruzar el Darién. Pero ahora, con rutas cada vez más organizadas y más familiares debido a las decenas de miles de personas que cruzan cada año, muchos migrantes lo hacen en cuatro o cinco días.
“Tardamos cuatro días y medio en cruzar”, dijo María, que hacia el final de la travesía del Darién se había quedado sin comida ni pastillas potabilizadoras. Al final, dijo, el grupo estaba “bebiendo agua directamente de los ríos”.
Las agencias de la ONU para los refugiados y la migración estiman que cerca de 100,000 migrantes podrían haber cruzado ya el paso del Darién este año, y hasta 400,000 podrían cruzarlo para finales de este año. La cifra, que superaría el récord de 250,000 del año pasado, ha movilizado los esfuerzos de Estados Unidos para desmantelar las redes de contrabando que operan a lo largo de la ruta.
Pero los migrantes y los grupos de derechos humanos señalan que aunque los traficantes suponen un peligro para quienes intentan llegar a la frontera estadounidense, también lo son los policías y funcionarios de Migración corruptos, especialmente a lo largo del tramo de 2,000 millas entre Panamá y la frontera suroeste de Estados Unidos. Aunque los migrantes afirman no haber tenido problemas al cruzar Costa Rica, muchos han denunciado problemas al cruzar por Nicaragua, Guatemala y México. Cuentan que han sido golpeados por la policía, encarcelados antes de pagar sobornos y amenazados con la deportación.
María cuenta que después de atravesar Costa Rica y Nicaragua, ella y su grupo se vieron obligados a pasar un mes en Honduras tras quedarse sin efectivo, haciendo pequeños trabajos para poder comer mientras esperaban a que sus familiares les enviaran dinero.
Luego, en Guatemala, se vieron obligados a pagar varios sobornos a funcionarios de Inmigración y policías corruptos a lo largo de la ruta.
Volvieron a tener problemas cuando intentaron cruzar la frontera guatemalteca con México en balsas hechas con cámaras de neumáticos.
“Te encuentras con funcionarios de Inmigración, policías y otros que te exigen sobornos para permitirte continuar el viaje”, dijo María.
Tras pagar los sobornos y esconderse a veces de los funcionarios de Inmigración, el grupo llegó por fin a Tapachula, en el sur de México.
“Nos encontramos con unos hombres en bicicleta que nos dijeron que teníamos que ponernos a mano”, dijo María. “Uno de ellos nos dijo que teníamos que pagarle porque si no lo hacíamos llamaría a la Policía. Insistió y nos siguió durante una hora”.
Tras pagar a los hombres y meterse en una furgoneta para sortear un control de migración mexicano, el grupo fue interceptado por dos hombres apostados al otro lado de una alambrada. Llevaban uniformes militares y estaban armados con fusiles, dijo.
Mientras los hombres apuntaban con sus armas, exigieron que cada persona pagara el equivalente a $57. A pesar de insistir en que el grupo no tenía dinero, los obligaron a entregar todo lo que tenían: $172.
“Después de darles el dinero, nos dijeron que nos diéramos la vuelta y nos arrodilláramos. Les oímos hablar a nuestras espaldas, pero al cabo de un rato ya no les oímos y al girarnos no los vimos, así que nos levantamos y corrimos hacia la carretera”, dijo María. “Seguíamos con miedo porque nos dijeron que si contábamos lo que había pasado se iban a enterar y que nos podía pasar algo”.
Dormir en la calle
Con el Título 42 a punto de expirar y las nuevas leyes de inmigración estadounidenses aún poco claras para ella, María se vio atrapada en Tapachula, donde ella y su grupo volvieron a hacer trabajitos para conseguir dinero para viajar a Ciudad de México y después a la frontera con Estados Unidos.
Aunque habían conseguido un salvoconducto de 45 días para transitar por México, el tiempo se agotaba y las cosas parecían cada vez más sombrías.
En la Ciudad de México, los migrantes duermen en la calle después que el gobierno desmanteló un albergue en particular. En el estado de Chiapas, donde está Tapachula, María dijo que el gobernador dio la semana pasada a los migrantes 20 días para abandonar el estado o arriesgarse a ser deportados a Guatemala.
“Ya estamos aquí. Después de todo el tiempo y dinero que hemos gastado y después de todos los riesgos que hemos corrido, no estamos dispuestos a cambiar nuestros planes”, dijo.
Durante el fin de semana, ella y su grupo consiguieron llegar a Ciudad de México y ahora contemplan la posibilidad de viajar en tren a la frontera.
La historia de Javier
Javier, un migrante venezolano que finalmente logró cruzar la frontera a Estados Unidos antes de vencer el el Título 42, dijo que aunque vio peligro y desesperación en el Darién, lo que le esperaba después de salir fue igual de peligroso.
“Pasamos por Panamá, pasamos por Costa Rica, Nicaragua, Guatemala y México, corriendo todo tipo de riesgos, pero lo peor para nosotros fue desde Guatemala y México hasta la frontera con Estados Unidos”, dijo.
Javier dijo que en Guatemala, él y otros migrantes fueron obligados por agentes de Inmigración y policías a bajar de un autobús y que los registraron en busca de objetos de valor.
“A los que realmente no tienen dinero los amenazan con devolverlos a Venezuela”, dijo Javier, quien pidió que no se usara su apellido. “Si la gente insiste en que no tiene dinero, les quitan la ropa. Y si los agentes encuentran dinero, se lo llevan todo”.
El autobús en el que viajaba fue detenido tres veces en Guatemala antes de llegar por fin a México, cuenta Javier. Durante una de las paradas, los funcionarios de Inmigración los amenazaron a él y a sus otros dos compañeros de viaje con la deportación y luego le quitaron el equivalente a $51.33, que era todo el dinero que le quedaba.
A algunos de sus compañeros de viaje, entre ellos haitianos y venezolanos, les quitaron hasta $200.
“Todos estábamos rezando, pidiendo a Dios que el autobús no se detuviera más. Había gente llorando porque ya les habían quitado todo su dinero, preguntando: ‘¿Y ahora qué voy a hacer? No tengo más dinero’”, dijo.
Javier consiguió llegar a México. Sin dinero, viajó a Monterrey en un tren, una ruta habitual pero peligrosa que los migrantes toman cuando carecen de dinero o de permiso para viajar en autobús. De Monterrey se dirigió a Matamoros, la ciudad fronteriza mexicana situada frente a Brownsville, Texas.
Sin embargo, lo que le esperaba era peor que lo que vivió en Guatemala.
En Matamoros, dijo Javier, lo pararon en un control de inmigración y le pidieron pases de viaje. Dijo que lo retuvieron en una habitación, le pidieron dinero y lo amenazaron con deportarlo a Venezuela si no pagaba.
Después, el campamento en el que se alojaba fue atacado por la conocida pandilla mexicana La Maña.
“Quemaron el campamento. Me quitaron el pasaporte y me robaron. Iban a secuestrarme, y se llevaron a mucha gente con ellos e iban a llevarme a mí también. Pero me escapé”, dijo Javier. “Empezaron a perseguirme. Llevaban cuchillos y tubos. Después, los demás inmigrantes empezaron a huir también. Mientras corría, intenté saltar un muro, pero al aterrizar me fracturé una pierna. Los miembros de La Maña no me vieron, estaban ocupados persiguiendo a los otros. Más tarde llegó una ambulancia y pasé 20 días en el hospital de Matamoros”.
En el hospital de Matamoros recibió analgésicos, cuenta Javier, pero ningún tratamiento para la pierna fracturada.
“Necesitaba una operación, pero me dijeron que tendría que esperar tres meses allí porque no tenían quirófano disponible”, dijo Javier. “Me decían que mi pierna rota no era prioritaria, que no ponía en peligro mi vida. Pero sí tenían quirófano. Solo que los usaban para gente que podía pagarlos”.
Javier dijo que cientos de venezolanos han intentado entrar por la fuerza en Estados Unidos en las últimas semanas para huir de la pandilla criminal que rige en la zona. “Huían de La Maña”, dijo.
Después que le dieron de alta en el hospital mexicano, Javier dijo que tenía una cita para presentarse ante un agente de la CBP en el puerto de entrada de Brownsville. Un agente de la CBP lo entrevistó y le permitieron cruzar a Estados Unidos.
Con un largo camino por delante antes de saber si se le permitirá residir permanentemente en Estados Unidos, Javier está actualmente en un albergue en San Antonio, Texas, a la espera de su próxima cita con inmigración.
Su pierna, dijo, sigue fracturada.
” Fuentes amp.elnuevoherald.com ”