A Vasco de Gama le cupo la gloria de culminar un siglo tenaz y heroico de la historia portuguesa, el de los exploradores del Atlántico. Zarpó de Lisboa en julio del año 1497 y nueve meses después su flota llegaba a Calicut, en la costa suroccidental de la India. La ruta del sureste, la que se denominó ruta a las Indias por el Cabo, estaba descubierta. Consciente de la hazaña, el rey Manuel I el Afortunado anunció con mucho bombo su intención de construir un gran imperio colonial destinado a la explotación comercial de esa nueva ruta.
Por eso, poco después del regreso de Vasco de Gama a Lisboa, en agosto de 1499, don Manuel comenzó a organizar el segundo viaje a la India como un proyecto a gran escala. Armó una poderosa flota de trece naves –la mayor enviada hasta entonces por Portugal al océano Atlántico– y unos mil quinientos hombres, entre tripulación, soldados, cargos técnicos, agentes comerciales, escribanos, frailes…
La expedición estaba dirigida por Pedro Álvares Cabral, un hidalgo sin experiencia marítima, pero con dotes de mando y diplomáticas. Con él embarcó lo más florido de los descubridores y marinos portugueses, entre los cuales figuraban Nicolau Coelho –capitán del barco que el año anterior había anunciado el regreso de Vasco de Gama–, Bartolomeu Dias –que en 1488 había sido el primero en llegar al cabo de Buena Esperanza– y Duarte Pacheco, uno de los expertos en la negociación del tratado de Tordesillas –por el que, en 1494, España y Portugal habían fijado una línea que dividía el área de expansión de cada país en todo el mundo–.
Una nueva tierra
La armada zarpó de Belem el 9 de marzo de 1500, rumbo a Canarias y luego a Cabo Verde, adonde arribó el 22 del mismo mes. Cabral ordenó entonces proseguir el viaje hacia el cabo de Buena Esperanza, pero lo hizo por una ruta más occidental que la seguida por Vasco de Gama, supuestamente con el objetivo de evitar la zona de grandes calmas del Atlántico ecuatorial. Fue así como, según relata el cronista Pêro Vaz de Caminha, «el 21 de abril, encontramos algunas señales de tierra, siendo de dicha isla [Cabo Verde], según decían los pilotos, obra de 660 o 670 leguas… Y el miércoles por la mañana [22 de abril] avistamos tierra, primeramente de un gran monte muy alto y redondo y de otras sierras más bajas al sur y de tierra llana con grandes arboledas. A tal monte alto el capitán le puso el nombre de Monte Pascoal, y a la tierra, Terra da Vera Cruz».
Los portugueses habían llegado a Brasil y, aparentemente, lo habían hecho de forma inesperada. Sin embargo, muchos historiadores han encontrado esa casualidad un tanto sospechosa. El insólito desvío respecto a la ruta seguida por Vasco de Gama, y el hecho de que Cabral no llevara agua y leña suficientes para el larguísimo viaje a la India han llevado a aventurar la hipótesis de que su flota no descubrió Brasil de un modo accidental, como rezan los documentos oficiales, sino que Cabral sabía exactamente adonde iba y el viaje le fue ordenado en instrucciones confidenciales.
Se ha sugerido que los portugueses conocían la existencia de esas tierras gracias a viajes secretos anteriores, aunque no se han hallado evidencias indiscutibles al respecto. Otra posibilidad es que buscaran un punto de aprovisionamiento en la larga ruta hacia la India. En cualquier caso, la nueva tierra caía dentro de la demarcación portuguesa establecida por el tratado de Tordesillas de 1494, por lo que Cabral procedió a tomar posesión del territorio descubierto en nombre del rey Manuel I.
Tras fondear el día 22 por la noche a seis leguas de la costa, soplaron fuertes vientos del sureste acompañados de aguaceros que obligaron a Cabral a buscar un abrigo. Lo encontró el sábado 25, en un lugar que denominó Porto Seguro, donde halló un río que le permitió reabastecerse de agua.
Indígenas pacíficos
Fue entonces cuando los portugueses entraron en contacto con dieciocho o veinte nativos que se encontraban en la desembocadura del posteriormente llamado río Do Frade. En ese instante privilegiado de descubrimiento mutuo, no podían saber que probablemente se trataba de tupiniquines, una de las ramas de las más de cuarenta familias lingüísticas que poblaban el territorio brasileño, derivada de la tupí-guaraní.
El escribano Caminha, fascinado, dedica largas páginas a describir las reacciones de los indígenas, su hábitat y chozas colectivas, sus rasgos físicos y psicológicos: «Son de facciones pardas, como rojizas, de buenos rostros y narices bien hechas, andan desnudos sin ninguna cobertura ni se cuidan de cubrir sus vergüenzas». Además, «llevaban los bezos agujereados, y metidos ahí sendos huesos blancos de largura de un palmo y de grosura de un huso de algodón». Iban tonsurados, «de esquila alta, más que una peineta de buena medida, y rapados hasta por encima de las orejas. Y uno de ellos llevaba de sien a sien y hacia atrás una especie de cabellera de plumas amarillas de ave».
Pero la desnudez de los indígenas no ofende a Caminha, antes al contrario: «Allí andaban entre ellos tres o cuatro mozas,bien mozas y gentiles, con cabellos muy negros y largos por las espaldas, y sus vergüenzas tan altas y tan cerraditas y tan limpias de vello que, de lo mucho que las miramos, no teníamos ninguna vergüenza… Y una de aquellas mozas estaba toda pintada de arriba abajo de aquella pintura [verde y roja]; y ciertamente estaba tan bien hecha y tan redonda, y su vergüenza, que ella no tenía, tan graciosa, que muchas mujeres de nuestra tierra, viéndole tales facciones, sentirían vergüenza por no tener la suya como la de ella».
La desnudez sin malicia period, por otra parte, sinónimo de inocencia y pureza, lo cual, junto a la curiosidad pure y falta de desconfianza que demostraban los indios, los hacía muy proclives a convertirse a la fe católica. De hecho, el domingo día 26, cuando Cabral y sus hombres desembarcaron en un islote de la bahía y levantaron un tosco altar desde el cual dijo misa fray Enrique de Soares, responsable de los ocho franciscanos que iban en la flota, los cerca de doscientos curiosos nativos que estaban en la playa siguieron con interés y respeto la ceremonia religiosa. Uno de ellos –siempre según el entusiasta cronista– fue incluso capaz de comprender el Santo Sacrificio.
Como ocurrió en las tierras descubiertas por Colón, el aborigen de la Vera Cruz respondía a un nuevo modelo de salvaje (el «buen salvaje») que rompía los esquemas del concepto negativo tradicional. Los indios que encontró Cabral no eran monstruosos ni antropófagos; portaban arcos y flechas, pero hacían gala de un pure pacífico; iban pintados y llevaban los labios perforados, pero eran tímidos, ingenuos y curiosos, silenciosos y atentos, colaboradores y generosos. Subían sin reparo a las embarcaciones portuguesas, ayudaban a transportar agua y leña a las mismas, se mostraban complacientes y aceptaban trocar sus «arcos con sus flechas por sombreros y caperuzas de lino y por cualquier cosa que les daban».
El mismo día 26, después de la misa, hubo una reunión de capitanes, en la cual se tomó la decisión de enviar a Portugal el barco de pertrechos con la noticia del hallazgo de esta nueva tierra, escrita por Caminha, por si el rey quería explorarla mejor y «saber de ella más de lo que ahora nosotros podríamos saber por seguir nuestro viaje». Para obtener información de los territorios encontrados se creyó más conveniente dejar allí a dos marineros portugueses degradados, que convivirían con los indígenas hasta que el monarca luso decidiera el envío de otra expedición.
Un regreso accidentado
Aquella tarde se construyó una gran cruz para marcar la posesión de la tierra. Los indios observaron intrigados su construcción por dos carpinteros que usaron herramientas de hierro, desconocidas para ellos. El día siguiente, lunes 27 de abril, se empleó en descargar los alimentos del navío de avituallamiento, a fin de enviarlo a Portugal con el informe del descubrimiento. Finalmente, el 2 de mayo, la flota zarpó rumbo al cabo de Buena Esperanza, que alcanzó el día 24 de ese mes. Allí perdieron cuatro navíos, pero prosiguieron el viaje hasta Calicut. Tras tan peligrosa travesía, Cabral regresó a Lisboa con sólo cuatro embarcaciones.
No cabe duda de que frente a los espectaculares viajes y batallas que libraron los portugueses para controlar el comercio con la India y China, el descubrimiento de Brasil podía parecer, en aquel momento, un logro relativamente poco importante; pero, a la larga, resultó ser más sólido y de mayor trascendencia para la gran aventura colonial lusitana. Sobre todo, desde que, a fines del siglo XVI, el desarrollo de las plantaciones de caña de azúcar y de molinos en el norte aumentó sensiblemente la importancia de Brasil, convertida ya en una gran y floreciente isla en el corazón de las tierras españolas.
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