En Los fracasados de la aventura (Ed. Errata Naturae), todos -porque sí, porque por mucho que Bruno Léandri se empeñó en buscar no encontró a ninguna mujer que igualara las cotas de ridiculez de ningún hombre, o eso cube en el prólogo- mueren, y el que no, desaparece sin dejar rastro, nunca más se supo, colorín colorado, puntos suspensivos, un interrogante en el lugar para la fecha de la muerte. En una sociedad adicta al éxito, este es un libro de viajes con un enfoque sorprendente: “Es que en los medios, en la Historia, solo hablamos de los primeros, de los ganadores, pero a menudo, las historias de los perdedores son más interesantes y, sobre todo, más cómicas”, explica a Viajes Nationwide Geographic desde Grecia donde está de viaje.
Esa es la clave además del fracaso más absoluto: el humor. Toda la carrera de Bruno Léandri ha estado marcada por el humor desde que dejó su trabajo de animador en los complejos hoteleros del Membership Med en 1976 para probar suerte como freelance en la revista Fluide Glacial. Tras una larga carrera periodística, domina lo cómico, tiene el ritmo, la chispa y la inventiva de un monologuista del Membership de la Comedia. Sólo así se puede leer tal cantidad de fracasos y derrotas sin dejar de sonreír en todo momento. “En la escritura, ahora, rara vez se encuentra la audacia de los aventureros. Pero en este libro solo estoy contando de manera divertida lo que me divierte”, explica el audaz Bruno Léandri.
Fracasar mejor con humor
Decía Martha Gelhorn (1908-1998) que el único aspecto del viaje que siempre tiene público garantizado es el desastre. Y ella sabía bien de lo que hablaba, pues había pasado por la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial y por un matrimonio, y un divorcio, con Ernest Hemingway. “El caso es que apreciamos nuestros desastres”, explicaba ella. Que para comprobarlo, decía, bastaba comenzar a contar un viaje por lo más desastroso, la pérdida de las maletas, el quedarse encerrado en una sauna, una intoxicación alimenticia, que enseguida eso concentraba la atención en cualquier reunión social, que todo el mundo se impacientaba entonces por contar las historias de sus propios sufrimientos en tierras extrañas. “Aventajamos en eso a los grandes viajeros -decía, Martha Gelhorn-, que reúnen todos los impresionantes requisitos necesarios para su trabajo, pero carecen de humor”.
¡Pero qué agotadores llegan a ser los aventureros! Eso es de lo que siempre se ha quejado Bruno Léandri. Los aventureros son guapos, valientes, se enfrentan a cosas que nosotros ni imaginamos, tipos que conquistan el mundo sudados y con barba de tres días, pero que ni tan mal, que eso, además, les hace viriles, más atractivos de lo que llegaremos a ser nosotros nunca. Siempre al pie del cañón, siempre dispuestos “ a hacerte ver lo miserable que eres con tu vulgar infusión en tu sillón zarrapastroso mientras el viento de la epopeya agita su cabellera ondulada”. Siempre y cuando no fracasen, claro, porque entonces, cube Bruno Léandri, los aventureros se vuelven más discretos.
Breve galería de ilustres fracasados
Para eso está Bruno Léandri, para recopilar todas las historias de aventureros que tropezaron y que fue encontrado al azar en sus lecturas -”es que soy una persona incorregiblemente curiosa”, confiesa a Viajes Nationwide Geographic– y contarlas con el humor del que no habrían sido capaces sus protagonistas. Modos de alcanzar el fracaso: el escorbuto, los caníbales, los naufragios, la soberbia, la candidez, la inconsciencia… que cada cual escoja su causa si se dispone a fracasar. En Los fracasados de la aventura no faltan opciones. Además están ordenados y categorizados en función del medio donde se vaya a desarrollar la aventura: los fracasados de la exploración, los del aire, los del polo, los de la montaña, los de las hazañas científicas, los del mar o los que buscaban la peripecia mediática.
Tras la Gran Guerra, el militar británico especializado en topografía Percy Fawcett se fue por fin de expedición a la búsqueda de la ciudad mítica perdida del Amazonas que tanto le obsesionaba encontrar. Se fue con su hijo y un amigo, se adentraron en la selva de Mato Grosso y desaparecieron para siempre. Muchos piensan que Percy Fawcett inspiró a Spielberg para crear su Indiana Jones. Aunque éste último no fracase y, al contrario, sea la imagen pura del aventurero exitoso siempre con su fedora a punto aunque le caigan flechas envenenadas como chuzos.
Pero la verdad es que siempre hubo un precursor, explica Bruno Léandri. Y si bien, “han sido muchos los aventureros de la gravedad a quienes han tenido que recoger con cucharilla”, el primero en dar un salto más o menos decente fue Otto Lilienthal a finales del siglo XIX. Sin embargo, como el primer ensayo con una especie de ala delta le salió más o menos bien, se preparó para un segundo vuelo y a quince metros sobre el suelo se le torció un ala y, como “rara vez se produce una caída desde un quinto piso sin estragos”, se despeñó. La muerte del tal Otto Lilienthal le convierte doblemente en pionero: las lesiones de vértebras son actualmente el daño más letal en accidentes de parapente o ala delta, aclara Bruno Léandri.
Hay aventuras y aventuras y luego está la conquista de los Polos, “el Grial geográfico”. Son numerosas las historias de fracasos alrededor de los dos polos, pero tal vez la más famosa sea la del pobre Scott. Ya se sabe que le británico Robert Scott y el noruego Roald rivalizaron para ver quién llegaba primero al Polo Sur en 1911 y que todas las decisiones tomadas por Amundsen fueron acertadas mientras que las de Scott no. Una trágica combinación de desafortunadas decisiones y la mala suerte condujo a todos los integrantes de la expedición de Scott a la muerte, mientras que Amundsen y los noruegos se llevaron la gloria del éxito.
Ahora que las colas para llegar a la cima del Everest son mediáticas y virales -o virales son todos esos escaladores ahí juntitos- se puede caer en la tentación de subestimar los peligros de la alta montaña, pero si hay un lugar donde los errores suelen pagarse con la vida es por encima de los 6000 metros de altura. Eso es algo que alguien debía haberle contado a Marco Siffredi, un jóven Hércules rubio del más difícil todavía, de lo más extremo auspiciado por esa bebida que da alas. Su primer proyecto consistió en bajar la ladera norte del Everest con su tabla de snowboard. Lo logró en 2001. Y como no hay nada que emborrache más que un rápido éxito, Marco Siffredi determine hacerlo más complicado y trata de descender el Everest por su zona más escabrosa, el “corredor Hornbein” con un resultado trágico -no hay spoiler alguno pues de otro modo no estaría entre los escogidos en este libro-. Actualmente aún no se ha podido recuperar su cuerpo. Al fin, como cube el propio Bruno Léandri, “no solo las montañas tienen cotas altas, en la inconsciencia también las hay”.
Y luego hay fracasos que no se habrían podido evitar nunca. Fracasos que tienen que ver más con la mala suerte que con cualquier error. Es el caso del “cenizo” de Le Gentil. Uno de esos fracasos con los que Bruno Léandri reconoce que se sintió un poco culpable de sacarles brillo con su humor porque “a pesar de sus fallos merecieron ganarse el éxito”. El padre Guillaume Le Gentil period uno de los astrónomos más reputados de su época, por lo que fue elegido para integrar la expedición que tenía que analizar el “tránsito de Venus” por delante del Sol, uno de esos extraños y poco frecuentes fenómenos celestes con un ciclo de lo más extraño: 121 años, 8 años, 105 años, 8 años, cada doscientos cuarenta y tres años.
Es decir, que o pillas a Venus a tiempo o ya puedes esperar. Y eso es lo que le tocó a Le Gentil, esperar. Porque a pesar de salir con suficiente antelación y con todo perfectamente preparado, el monzón imposibilitó que llegara a la costa oriental de la India para realizar su parte de observación el 6 de junio de 1761. En su estoicismo, Le Gentil determine, ya que está a mitad de camino, viajar hasta la India y aguardar allí los otros ocho años que faltan de nuevo para el paso de Venus, así que envía cartas a amigos y familiares para advertirles del cambio de planes. Cuando llega el 3 de junio de 1769, el bueno de Le Gentil lo tiene todo preparado, pero, el día amanece tan nublado que es imposible realizar la observación. Cuando consigue recuperarse de la depresión por el fracaso de su misión, el sacerdote emprende el regreso a casa, pero cuando llega a París, descubre que lo enterraron hace ocho años, que vendieron sus cosas y propiedades, que ninguna de sus cartas llegó nunca.
La venganza es un plato que se sirve frío
No se corta un pelo Bruno Léandri y lo reconoce, este libro es la revancha que emprende como abanderado del común de la gente -”de los prudentes, de los cobardes, de los pusilánimes”- contra los aventureros que llevan siglos sacándonos los colores. “Hundámosles las narices en sus chapuzas, miremos de cerca sus calamidades”, cube en el prólogo sacando punta a su singular ironía. ¿Placer sádico? No tanto, pues como él mismo reconoce cuando se le pregunta, “la historia de sus fracasos es a veces más instructiva que la de sus éxitos”. En el fondo, ellos fracasaron, cierto, pero también nos hicieron soñar “desde nuestro salón, repanchingados al calor de nuestro cómodo sillón, con una infusión en la mano…”.
” Fuentes viajes.nationalgeographic.com.es ”